lunes, 25 de octubre de 2010

El tablero de ajedrez

La perfección sublime de la pieza de ajedrez que brillaba volcada sobre la alfombra era lo único que se encontraba fuera de lugar en la habitación. El cuerpo, que era de un hombre de 74 años, había sido encontrado en el suelo acurrucado junto al piano. Estaba en posición fetal con las manos agarrotadas sobre el pecho, había tenido tiempo de apoyar prolijamente un vaso de whisky sobre la cola del piano. Éste se encontraba todavía lleno y ninguna gota había sido derramada sobre la pulcra superficie de madera brillante.

El inspector Fischer no tardo mucho en notar el pequeño y corto mango del puñal que el anciano tenía clavado en el pecho. Una sola gota de sangre casi imperceptible asomaba por sus labios. Durante el transcurso del día, el inspector se movió ágilmente realizando múltiples investigaciones e interrogatorios. Al caer la noche, volvió a la escena del crimen para una última mirada cuando el cadáver ya había sido retirado. Se permitió servirse un whisky y se sentó en el sillón para repasar su bloc de notas.

EL CABALLO: Es un hombre pequeño y pulcro, muy conversador y bastante astuto. Pasó la mayor parte de su vida entrando y saliendo de la cárcel. La preocupación por su vestimenta lo llevó a protagonizar situaciones insólitas, como la vez que en el penal, acuchillo a un interno que le había manchado la única camiseta limpia que le quedaba. Conocía al difunto porque veinte años atrás, cuando todavía era un adolescente, había aprendido de él la forma de ganarse la vida haciendo trampa en las cartas. Hace unos meses lo visitó para saldar parte de una antigua deuda que tenía con él.

LA TORRE: Nació en la más absoluta pobreza y sus padres prácticamente estuvieron ausentes durante toda su vida. Es totalmente analfabeto y a duras penas puede sumar y restar, pero es conocido y respetado por su brutalidad sin límites y especialmente por su fuerza. En el barrio circula una leyenda que dice que una vez un adolescente quiso asaltarlo con una hoja de afeitar y él lo agarro por sus extremidades y le arranco la cabeza de cuajo. Prácticamente nadie se le acerca. La portera lo vio sentado en los escalones del edificio la mañana del crimen.

EL ALFIL: En sus mejores años fue arquero de futbol, su altura y agilidad lo favorecen notablemente para esa tarea, pero ahora ya tiene más de cuarenta años y su estado físico está muy deteriorado, sin embargo, sigue siendo bastante rápido, y luego de intentar infructuosamente ganarse la vida de formas honradas, comenzó su carrera delictiva asaltando farmacias, kioscos y mercados de barrio. Lo vieron merodeando por la zona y dos comerciantes de la cuadra aseguran haber sido asaltados por él el día del homicidio.

EL PEON: Es un albañil que está apuntalando algunas de las paredes del edificio desde hace varios días. Es un hombre extremadamente violento, integrante de una barra de la zona que tuvo severos enfrentamientos con la policía. Fue detenido en incontables ocasiones siempre por causas poco relevantes, ebriedad, desorden en la vía pública, resistencia a la autoridad. En el momento del crimen estaba trabajando en el piso del difunto.

EL REY: Su posición social y económica es buena. Sin embargo, es un célebre estafador y no hace diferencias entre sus objetivos. Logró engañar a gerentes de grandes empresas quitándoles sumas importantísimas de dinero, pero también estuvo envuelto en estafas pequeñas a comerciantes incautos y a jubilados. A pesar de todos los esfuerzos, los fiscales jamás pudieron probar nada contra él. Intentó estafar a la víctima con una herencia muy importante que había cobrado meses atrás. Pero el viejo se percato de la jugada y pudo evitarla. La semana anterior al crimen el abogado del muerto había iniciado acciones legales contra el estafador, aparentemente con pruebas contundentes.

El inspector se levanto del sillón, paso junto al tablero de ajedrez y observo las piezas que se encontraban prolijamente acomodadas en su posición inicial. La lujosa mesa tenía los casilleros grabados sobre el mármol. Solo faltaba una reina, que seguía tirada sobre la alfombra.

Algunos días después, el inspector Fischer se despertó con un llamado de la comisaría. El joven oficial que lo llamaba parecía desconcertado y le pidió que se presentara lo antes posible porque algo extraño estaba sucediendo. Al llegar a la seccional el inspector se encontró con un revuelo y con cinco detenidos, que al parecer se habían entregado por su cuenta. Todos tenían prontuario y el inspector los reconoció inmediatamente con solo leer algunas palabras: Un ex presidiario, un matón, un asaltante, un albañil y un estafador. Todos ellos se habían declarado culpables del crimen que él estaba investigando.

LA REINA: Es la sobrina del difunto. Joven, hermosa como un diamante, ambiciosa, cruel, soberbia. Siempre fue una chica malcriada y ahora se convirtió en una mujer peligrosa. Manipula a los hombres a la perfección y siempre logra lo que quiere. Vive frente al departamento de su tío, y es su pariente viva más directa. Ella sabe que el fallecido heredó una fortuna hace tan solo unos meses, y que guardó ese dinero intacto en su cuenta bancaria sin gastar ni un peso.

Su poder de disuasión era casi mágico y él pudo comprobarlo en el instante mismo en que estuvo frente a su puerta. La joven hechicera había despertado en tan solo cinco minutos sentimientos que él jamás había experimentado en su solitaria vida. Luego de tres horas que fueron las mejores de su existencia, el inspector se retiro de la casa de la muchacha con su cabeza completamente en blanco. Lo único que atinó a pensar fue que ya tenía cinco detenidos para un solo crimen, y que eso sería más que suficiente.

martes, 12 de octubre de 2010

Recuerdo junto a un árbol

En la Patagonia, en la zona de los siete lagos, un hombre llamado X es el cuidador del camping que esta junto al lago Traful. X vive solo en una pequeña casita de madera, el camping es agreste y no hay baños ni electricidad. La familia de X es de origen mapuche y él pasó en los campos de la zona casi toda su vida.

X se levantó enfermo una mañana de Agosto en que el camping estaba vacío, su cabeza giraba y al parecer tenía fiebre. Aunque en la casa había un botiquín de primeros auxilios con medicamentos, X no confiaba en la medicina tradicional. La temperatura corporal subió hasta el extremo al remontar la tarde, y a eso de las 7, mala hora para la fiebre, X recordó entre delirios un árbol hueco donde había guardado algo muchos años atrás. Por algún motivo, no podía recordar cuál era el tesoro que ahí se escondía, pero frente a sus ojos afiebrados, se dibujaba con claridad la figura del árbol, y algo en su corazón le indicaba que lo que allí dentro había era de una importancia crucial para él.

Temblando, se levantó de su cama y se vistió, las gotas de transpiración removían la tierra de su rostro dibujando surcos. Afuera hacía un frío seco y azul, los sonidos se oían diferentes y el ruido de las hojas secas chocando en las copas de los árboles le daba dolor de cabeza. Era un sonido agonizante, que parecía iba a dar paso al silencio de un momento a otro, pero a cada ráfaga, se hacía más intenso y más agonizante.

X sabía que el árbol hueco se encontraba unos cinco kilómetros al norte de la tranquera que había en la entrada del camping, junto a un camino angosto de tierra. Ya no se veía la luz del sol, pero X se sentía mucho más cómodo y seguro bajo las estrellas, y cuando el viento cambiaba, traía un ruido como de agua que venía desde el lago.

La caminata fue más larga de lo normal, a cada paso, el mareo y la fiebre parecían aumentar. Por momentos, X no recordaba adónde iba ni que hacía, pero inmediatamente venía a su cabeza la imagen del árbol hueco y su inexpugnable misterio. Había algo que lo inquietaba, no era posible que no recordara lo que él mismo había guardado ahí años atrás. Era como si esos momentos pertenecieran a otra vida.

Pero otros recuerdos acudieron a la memoria de X que en sus años de juventud, había frecuentado esos mismos caminos, y una calurosa noche de primavera, se había detenido en ese mismo lugar, junto al árbol hueco. No estaba solo en ese entonces, lo acompañaba la mujer con la que había soñado toda su vida, desde el día mismo de su nacimiento, y con la que todavía soñaba. Ella era una niña, fresca, divertida. Su risa sencilla pero profunda hacía que X intentara lo imposible por recordarla, pero el rostro de la muchacha había sido borrado por el tiempo. Aquella noche, junto al camino de tierra, estuvieron sentados en silencio frente a frente durante un momento que X soñaba eterno. Al parecer se habían besado, aunque a veces, X dudaba de la nitidez de sus recuerdos.

Finalmente, el momento de la llegada al lugar del árbol es borroso y se desvanece como una nube en una noche de viento. X despierta y está sentado con su espalda apoyada contra el árbol hueco, serían ya las tres de la madrugada. La fiebre había bajado y sin cerrar los ojos, X tuvo una visión casi perfecta de los rasgos de una mujer joven que sonreía. Le sonreía a él. Dentro del árbol no había nada, pero X sentía que su búsqueda había finalizado.

Esa noche marcaría a fuego lo que le quedaba por vivir, ya que después, vendrían otras noches de recuerdos volátiles, que serían solo recuerdos de imágenes, recreaciones mentales. Recuerdos de recuerdos. Como si las noches se fueran metiendo unas dentro de otras eternamente, hasta que los rostros vuelvan a tornarse borrosos, hasta que cada recuerdo fuera un espejo que se refleja a sí mismo, hasta que ya sea imposible de contar cuántas noches caben en una noche.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El paraguas rojo

Cuando era chico, había en la entrada de mi casa un perchero antiguo. Las visitas, generalmente colgaban sus abrigos allí, y mi madre, cuando llegábamos del colegio y tirábamos las cosas en cualquier parte, nos obligaba a usarlo. Había un gancho que siempre estaba ocupado. Ahí, desde que tengo memoria estuvo colgado el mismo paraguas rojo, un paraguas viejo pero con su tela bien conservada y con un imponente mango de madera tallada, casi artesanal. En la punta curva del mango, sobresalía media esfera de vidrio amarillento, y en la parte superior del paraguas, había otra media esfera idéntica. Nadie jamás se había cuestionado la permanente presencia del paraguas en ese lugar, al parecer, tanto el perchero como el paraguas, ya estaban allí cuando mis padres compraron la casa.

Jamás ningún integrante de mi familia lo había usado, de hecho, el paraguas nunca fue descolgado del perchero. En la ciudad donde vivíamos, las tormentas venían acompañadas de fuertes ráfagas de viento, y tener un paraguas en esas ocasiones, no era muy buena idea. Por lo tanto, el paraguas rojo permanecía siempre en su posición, como si fuera parte del esqueleto de la casa, y nadie se animaba a moverlo de ahí. Había estado tanto tiempo sin que nadie le prestara atención, que había dejado de ser un objeto que cumplía una función específica, y más bien había pasado a ser una especie de tótem sagrado en el universo de mi hogar.

Yo a veces fantaseaba que el paraguas era el objeto que sostenía la casa, como una especie de piedra fundacional. Tenía pesadillas, soñaba que un hombre malvado y sin rostro entraba por las ventanas de la casa una noche de tormenta, se dirigía al perchero, y sigilosamente agarraba el paraguas. En el sueño, el paraguas era de un rojo que brillaba en la oscuridad, y cuando el hombre misterioso lo abría, ocupaba una superficie imposible y la casa se empezaba a derrumbar. A la mañana siguiente, cuando me levantaba, siempre bajaba a la entrada para comprobar que el paraguas seguía en su lugar original y suspiraba aliviado.

Pasaron muchos años sin que el paraguas se moviera de su sitio, el extraño objeto ahí colgado era para mí como una señal de que todo estaba bien, o mejor dicho, de que nada había cambiado. Era como una garantía de que la vida hogareña iba a seguir su curso natural. Un día, mis padres decidieron que nos iríamos a vivir a Buenos Aires. Todas nuestras pertenencias fueron cuidadosamente empacadas, pero el paraguas rojo, inamovible, permaneció en el lugar donde siempre había estado. Nadie se atrevió a tocarlo, y cuando recorrí la casa por última vez antes de despedirme de ella, tuve que reprimir un incontrolable impulso por sacarlo violentamente de su lugar.

Ya hace más de diez años que estoy en Buenos Aires, y hace mas de cuatro que vivo en un departamento de dos ambientes que alquilo cerca del centro. Cuando me mudé, descubrí que en uno de los armarios, en el fondo de un cajón, alguien había olvidado una pequeña botellita de licor, de esas de colección. Estaba cerrada y llena, y por el polvo que había juntado, parecía que tenía mucho tiempo en esa misma posición. Por algún motivo, no me atreví a tocarla la primera vez que la vi, y luego, a pesar de mi curiosidad, el tiempo fue pasando sin que pudiera ponerle una sola mano encima. Esa botellita se había convertido sin que yo me diera cuenta, en el nuevo fetiche sobre el que descansaban mis más profundos miedos de la infancia.

Hoy me desperté transpirado en el medio de la noche. Mi habitación estaba oscura y solamente podía verse un punto luminoso que provenía desde algún rincón de la ventana. Me levanté con una sola idea en la cabeza, prendí la luz, y rápidamente, me dirigí al pasillo donde se encuentra el armario. Abrí el cajón rápidamente, destape la botella con un solo movimiento y me tome todo su contenido de un trago. Escuche un crujido y mire hacia arriba, en el techo del departamento, me pareció ver una grieta que antes no estaba.

Los porteños son bastante propensos a salir con paraguas, aun cuando las posibilidades de tormenta son ínfimas. Yo, quizás por resultarme incómodo o quizás por caprichosa tradición, jamás lo uso, ni siquiera cuando llueve a cántaros. De hecho, desde que dejé de vivir con mis padres, jamás tuve un paraguas en mi casa, pero mañana, cuando deje de llover, quizás baje a la calle y en algún negocio compre un paraguas rojo para colgar en la entrada de mi departamento.

martes, 7 de septiembre de 2010

La Señal

Un hombre con rostro inexpresivo estaba sentado en la orilla de un río con sus pensamientos perdidos a kilómetros de distancia, su soledad hacía eco en el silencio de la tarde. Una tarde que no estaba destinada a ser una más en la tortuosa monotonía de su existir.
La señal llegó tan pronto como el sol se ocultó detrás de los negros nubarrones que cubrieron el cielo, y la lluvia, furiosa, comenzó a descargarse sobre el río encrespado. El hombre percibió la señal e inmediatamente comprendió su destino, ya nada podría cambiar su suerte. Su vida había sido un trágico devenir hacia ese instante macabro.

Cuando era niño y el mundo era todavía un lugar alegre, su padre, el hombre sabio por excelencia, había disertado sobre la vida en innumerables ocasiones, pero los recuerdos eran mezquinos y solo unas pocas frases podían aun oírse en la distancia de los años.
La seguridad de haber vivido mal lo acosaba y le quitaba el sueño. Hay hombres que viven naciendo constantemente y hay otros que viven muriendo desde el primer día, decía su padre, y él, sentía que había muerto un poco cada día de su vida.

Cuando su padre murió, él no era más que un adolescente que se estaba quedando solo en el mundo. Un hombre gris que decía ser amigo de su padre se acercó el día del entierro para presentar sus respetos al difunto, y como un extraño gesto de compasión hacia el huérfano, le ofreció elegir un poder que lo acompañaría por el resto de su vida.
El joven, aturdido por su desgracia, no supo elegir. Sin dudarlo, y aun con lágrimas en los ojos, pidió tener el poder de saber cuándo y cómo moriría la gente.

Los años pasaron y el joven se convirtió en adulto solo para darse cuenta de su error. Conocer el destino fatal de todos los que lo rodeaban, incluyéndolo, había convertido a los seres humanos en muertos vivientes para él, que lentamente se fue alejando de ellos.


Esa tarde, en el río, la tormenta llevaba ya varias horas, pero el hombre seguía sentado inmóvil junto a la orilla, estoico, empapado y con sus ropas salpicadas de lodo. Finalmente, las paredes del río colapsaron arrastrando una violenta marea de barro, y entre los remolinos cargados de ramas de la crecida, flotaba también el cuerpo sin vida de un hombre que durante años, había esperado a la muerte en el mismo lugar.

Volver a casa

Son las 6 de la mañana y camino solo por la vereda, el sol ya salió hace rato pero la calle sigue desierta. Mis ojos encandilados avanzan por la calle corrientes esbozando un torpe zigzagueo, resultado de algunas muchas copas de vino tinto. El ruido de un colectivo rompe el encanto del silencio aturdidor, perturbando mis sentidos en extremo, pero cuando el colectivo termina de pasar, el ruido del silencio se vuelve más agradable todavía. Paso por abajo de un árbol muy frondoso y sus hojas rozan mi cabeza, entrecierro más los ojos y me imagino caminando en un bosque.

La amplitud de la calle Corrientes me incomoda, me siento desprotegido, como si alguna especie de bestia salvaje estuviera acechando en algún rincón o detrás de la entrada de un edificio. Camino más rápido, mucho más rápido, una sensación de miedo se apodera de mí y mi respiración se vuelve entrecortada, me imagino en medio de un campo de batalla, con la maldita incertidumbre de no saber adónde va a caer la próxima bomba. La escucho silbar en el aire, pero afortunadamente, cae bastante lejos.

Desesperado, llego a la calle donde tengo que doblar, la esquina de Lambaré está desierta y casi apretándome contra la pared, dejo Corrientes. Caminar por Lambaré es un alivio, me siento como si hubiera entrado en un refugio, ya no existe esa sensación de desamparo. Vuelvo a prestarle atención a los arboles y al silencio. El sol esta vez no me da en la cara de lleno, y vuelvo a caminar lentamente, muy lentamente, casi arrastrando los pies, hasta que de repente a media cuadra de mi casa, me siento tan cómodo que ya no tengo ganas de ir a otro lado, me quedo parado en el lugar durante algunos segundos contemplando el cielo, y descubro los colores de los balcones de los edificios de la cuadra. En diez años de caminar esa calle todos los días, jamás había mirado para arriba. Una mujer está sentada en un balcón leyendo el diario.

Retomo la marcha y finalmente, llego a mi casa. Con alguna dificultad, abro la puerta del edificio y llamo al ascensor. La espera esta de más. Mientras el ascensor baja los seis pisos, tambaleo en el lugar y no pienso absolutamente en nada. Finalmente, entro a mi casa, y en menos de dos minutos, como por arte de magia, me estoy metiendo en la cama. Algunos rayos de luz se cuelan por las rendijas de la persiana y se escucha el canto de los pájaros en la calle, pero nada de eso me importa, lo único que me preocupa es que la cama comienza a bambolearse lentamente, como si estuviera en altamar.

Desesperado, busco un punto fijo, pero lo que realmente necesito es un ancla. Una feroz tempestad azota mi cama, y la arrastra violentamente a la deriva entre las olas. La sensación es insoportable, los marineros empiezan a abandonar el barco y en un instante de locura, salto la baranda y me zambullo en el océano. Estoy levantado de vuelta, casi automáticamente me visto y me dirijo hacia la puerta, llamo al ascensor y salgo a la calle.

Ahora estoy nuevamente en el lugar donde me había detenido media hora antes. Sentado en el cordón de la vereda, extremadamente relajado, escuchando como un portero lava la vereda de enfrente. El mareo va cediendo lentamente y siento que ya estoy listo para volver a acostarme.

Pesada herencia

Los muros de la arcaica ciudad se levantan soberbios sobre la arena caliente del desierto. Un hombre maldito, bajo el artero abrigo de la noche, parece querer evadir la cruel batalla que se avecina, escapando por los sinuosos caminos de la cobardía.

De pronto, un luminoso estallido en la lejanía lo toma por sorpresa, como advirtiéndolo, como si la mente de su padre guerrero se hubiera materializado en un huracán. El hombre, abrumado por los giros de su suerte, entiende que es inútil perseverar, y lentamente inventa un camino de regreso.


Las horas caprichosas pasan y luego del rocío, el sol, magnánimo, extiende su fulgor por el desierto. Las puertas de la ciudad están cerradas por protección, y a la sombra de sus columnas, los guardias espían al fugitivo en su parsimonioso llegar.
No hay tiempo para conjeturas ni advertencias, el guardia en su insaciable sed de sangre, imagina al cobarde un enemigo y cortésmente lo atraviesa con su pesada lanza.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Exocoetidae

"Su nombre exocétido proviene del griego, exo-koitos, 'yacer fuera' en el
sentido de 'dormir bajo las estrellas', por el hecho de que no es raro que
queden varados en las cubiertas de los barcos al salir del agua por las noches."

Hace algunos años, un caprichoso deseo de tener una pecera se hizo fuerte en mi. Recuerdo que una tarde, en un acuario de mi barrio conseguí una hermosa pecera con elegantes adornos de ceramica y una tapa de vidrio con un tubo de luz incorporado que hacia lucir los colores de una forma magnifica. Para empezar, compre unos diez peces pequeños.

El tiempo pasó, los diez peces eran cada vez mas grandes y la pecera dejó de ser una novedad para pasar a ser un elemento decorativo en mi habitación. Un dia, mientras realizaba la limpieza del acuario, la tapa de vidrio cayó al suelo y se partió en varios pedazos. Intenté conseguir otro vidrio de la misma medida, pero al no encontrar uno adecuado, decidí dejar la pecera sin tapa.

Una noche, mientras dormía, escuché un fuerte ruido de agua, como si algo cayera dentro de la pecera, y luego, un golpe fuerte en el suelo seguido de golpes mas suaves. Encendí la luz asustado y al mirar al piso vi un gran pez dorado retorciendose todavía mojado. Lo tomé suavemente con la mano y lo volví a meter en el agua.

Generalmente, me cuesta mucho recordar lo que sueño. Muchas veces despierto en medio de la noche sobresaltado y nervioso, con la impresión de haber tenido una pesadilla, pero sin recordar absolutamente nada. A partir del episodio del pez en el piso, esto comenzó a sucederme constantemente. Casi todas las noches. Finalmente, en medio de una noche, abrí los ojos violentamente. Solo podía ver la nitida uniformidad de la oscuridad. Desperte transpirado y con una horrible sensación de estar perdido en el tiempo y en el espacio. Una vez consciente, un sueño casi nebuloso fue volviendo lentamente a mi cabeza.

Uno de los peces subía lentamente a la superficie de la pecera, y de repente, el agua y el aire comprendian un mismo elemento, lo que permitia al pez, liberarse del estupido mundo al que yo lo tenía reducido, y con la misma lentitud con la que flotaba en su jaula de cristal, comenzaba a flotar libremente por la habitación, como si el mundo entero fuese ahora una pecera. En el sueño, yo era una entidad inexistente, que no tenia cuerpo, pero que observaba a ese único pez flotando en el aire con un profundo sentimiento de terror e impotencia.

El sueño comenzó a repetirse todas las noches. A veces lo recordaba claramente, otras veces me despertaba transpirado sin saber porque, y otras veces, no comprendía si lo que recordaba era el sueño, o el sueño de la noche anterior, o el recuerdo del sueño, o el recuerdo del recuerdo. Durante el día, el cansancio solía vencerme fácilmente, y durante la noche, tardaba varias horas en dormirme, para despertarme aterrado nuevamente luego de unas pocas horas de descanso de mala calidad.

Cuando la situación comenzó a tornarse seria para mi, decidí dar batalla. Aún recuerdo la felicidad del día que llegué a mi casa con una nueva tapa de vidrio para la pecera, o el día que cuidadosamente transporté el acuario al living, liberando a mi habitación de su oscura presencia. Subestimé seriamente a mis propios fantasmas. Nada de esto pudo hacer algo por mis pesadillas más que acentuarlas. Los sueños recurrentes eran cada vez más recurrentes. El pez dorado flotando en la habitación, con sus ojos hinchados y su mandibula descolocada, me producía una sensación de fatalidad que destruía mis nervios por completo


Una mañana, desperté de mi mal dormir y me dirigí al comedor pensando seriamente en librarme del artefacto causante de mis pesadillas. Uno de los peces flotaba inerte en la superficie de la pecera. Su cuerpo parecia hueco, como si hubiera sido comido por una especie de hongo. Al principio la situación me resultó horrible, pero lentamente, casi pude escuchar como una puerta se abría en el fondo de mi cabeza. Los peces comenzaron a morirse uno a uno con el pasar de los días. Yo procuraba pensar que intentaba evitarlo, pero en el fondo, no veía el momento de deshacerme de esa maldita pecera.

Finalmente, el último habitante de mi infierno de vidrio murió un domingo. Recuerdo que tardé menos de 30 minutos en desmontar la pecera por completo y transladarla al sotano de mi casa. Esa misma noche, un pez dorado con aspecto espectral y un agujero blanco que cubria todo su flanco, entro flotando lentamente a mi habitación. Encendi la luz, pero la vision era real. Lentamente, me acurruque en la cama y cubri mi cabeza con las sabanas.

viernes, 7 de mayo de 2010

El juicio final

La embarcación había partido río arriba hace más de 3 días, los pasajeros y la tripulación todavía estaban extasiados observando la frondosa vegetación que se extendía desde el lecho del río hasta los montes que lo rodeaban. La region mas nordica del Amazonas era terriblemente calurosa en esa época. Desde la selva podían oírse todo tipo de sonidos. A veces, el silencio reinaba a bordo y el susurro de los árboles parecía musicalizar las puestas del sol. Nick viajaba solo en su camarote y casi no habia salido desde el primer dia. Su viaje no era un viaje de placer, sus socios lo habian elegido a él para hacer un relevamiento de la zona y asi poder analizar las posibilidades que esta ofrecia para la extracción de caucho. Junto al camarote de Nick, una pareja britanica vivia una segunda luna de miel festejando sus 25 años de casados.

Por lo general las tardes eran calurosas y las noches frias. Durante la cena del tercer dia, Nick se sento junto a un fotografo portugués, que se habia pasado todo el viaje en la cubierta sacando fotografias. Los dos tuvieron una charla agradable sobre los nuevos destinos turisticos en america del sur, y luego de dos botellas de vino tinto, fueron a tomar aire a la cubierta. La noche caia silenciosa sobre el rio y las estrellas brillaban fuertemente sobre la selva.

Los primeros indicios del ataque vinieron a eso de las cuatro de la mañana. Los pasajeros del barco comenzaron a salir a cubierta lentamente, con sus ropas de cama y sus caras somnolientas sin terminar de comprender la situación. El ruido de tambores lejanos parecia irse acercando lentamente. El capitan hizo su aparicion en escena con aires tranquilizadores, pero solo logro generar mas confusion, mientras, en la orilla mas lejana, comenzo a percibirse un resplandor tenue que provenia desde adentro de la espesura. Cientos de antorchas comenzaron a hacerse visibles, Nick habia sacado su catalejo y podia ver como los indios, en grupos de 4, aparecian en la rivera del rio cargando sus precarios botes y los posaban sobre las aguas agitadas. Lentamente, la horda furiosa, sumida en un grito de guerra y con los rostros pintados burdamente, comenzo a acercarse al barco a fuerza de remar contra la corriente.

Los integrantes de la tripulación comenzaron a apostarse, armados, en el flanco del barco que daba a la orilla mas lejana, pero el capitan dio la orden expresa de no disparar, era inútil.

A las cuatro y veinticinco en punto, el primer fogonazo resplandeció en el cielo azul de la madrugada. Los primeros rayos del sol amenazaban con asomar. En el agua, a escasos metros de una de las pequeñas embarcaciones, un torbellino gigante se levanto marcando el lugar donde habian impactado los perdigones. El segundo disparo impactó de lleno en la cabeza de uno de los indios destrozandola por completo.

Ya nada podia hacerse, solo podrian matar unos cuantos indios antes de que lo inevitable suceda. Nick se habia encerrado en su camarote ya hacia mas de diez minutos. Lentamente, se sentó en un antiguo sillón desvencijado que habia junto a la cama. Se sirvió un vaso de whisky y le hechó dos hielos, y como si ese fuera el acto mas solemne e importante de su vida, se bebió el vaso de a sorbos cortos. Luego, apoyó el vaso en la mesita de noche y, haciendo caso omiso a los gritos en cubierta, se quedo dormido.

viernes, 1 de enero de 2010

Out of time man

Sus manos se dezplazaban habilmente sobre el teclado, sonreia suavemente y hundia sus ojos marrones en el monitor de la computadora. Yo solo tenia ojos para ella, que simulaba no percatarse de mi presencia en la habitación. La media luz del atardecer entrando a tajadas por la persiana americana iluminaba su rostro y los rayos cegaban su mirada. Afuera en el estacionamiento del motel todavia se escuchaban los gritos y las risas.

Yo solo queria que ella me mire, aunque sea por un instante, por una fraccion de segundo, tan solo para refrescar mi alma en sus pupilas. De golpe el tiempo se detiene. Todo queda paralizado en su ultima posición. No puedo avanzar en el tiempo. Espero, sigo pensando, como si los segundos no pasaran, todo es solo un pensamiento atemporal. Ella no se percata de mi porque el tiempo no existe, solo el espacio es lo que queda. Y como todo el mundo sabe, solo los segundos pueden dominar la inmensidad del espacio y contenerlo dentro de si mismo.

Ahora estamos perdidos, ya ni siquiera para toda la eternidad (eso seria un lujo, despues de todo la eternidad es una medida temporal), sin tiempo, la tirania del espacio se impone sobre nosotros, y ella seguirá sonriendo, con sus ojos marrones mirando al monitor, sus manos sobre el teclado, y yo, un ser cuya existencia se reduce a la nada mientras ella me ignore (obviamente, 'mientras' es una forma de decir).