lunes, 27 de septiembre de 2010

El paraguas rojo

Cuando era chico, había en la entrada de mi casa un perchero antiguo. Las visitas, generalmente colgaban sus abrigos allí, y mi madre, cuando llegábamos del colegio y tirábamos las cosas en cualquier parte, nos obligaba a usarlo. Había un gancho que siempre estaba ocupado. Ahí, desde que tengo memoria estuvo colgado el mismo paraguas rojo, un paraguas viejo pero con su tela bien conservada y con un imponente mango de madera tallada, casi artesanal. En la punta curva del mango, sobresalía media esfera de vidrio amarillento, y en la parte superior del paraguas, había otra media esfera idéntica. Nadie jamás se había cuestionado la permanente presencia del paraguas en ese lugar, al parecer, tanto el perchero como el paraguas, ya estaban allí cuando mis padres compraron la casa.

Jamás ningún integrante de mi familia lo había usado, de hecho, el paraguas nunca fue descolgado del perchero. En la ciudad donde vivíamos, las tormentas venían acompañadas de fuertes ráfagas de viento, y tener un paraguas en esas ocasiones, no era muy buena idea. Por lo tanto, el paraguas rojo permanecía siempre en su posición, como si fuera parte del esqueleto de la casa, y nadie se animaba a moverlo de ahí. Había estado tanto tiempo sin que nadie le prestara atención, que había dejado de ser un objeto que cumplía una función específica, y más bien había pasado a ser una especie de tótem sagrado en el universo de mi hogar.

Yo a veces fantaseaba que el paraguas era el objeto que sostenía la casa, como una especie de piedra fundacional. Tenía pesadillas, soñaba que un hombre malvado y sin rostro entraba por las ventanas de la casa una noche de tormenta, se dirigía al perchero, y sigilosamente agarraba el paraguas. En el sueño, el paraguas era de un rojo que brillaba en la oscuridad, y cuando el hombre misterioso lo abría, ocupaba una superficie imposible y la casa se empezaba a derrumbar. A la mañana siguiente, cuando me levantaba, siempre bajaba a la entrada para comprobar que el paraguas seguía en su lugar original y suspiraba aliviado.

Pasaron muchos años sin que el paraguas se moviera de su sitio, el extraño objeto ahí colgado era para mí como una señal de que todo estaba bien, o mejor dicho, de que nada había cambiado. Era como una garantía de que la vida hogareña iba a seguir su curso natural. Un día, mis padres decidieron que nos iríamos a vivir a Buenos Aires. Todas nuestras pertenencias fueron cuidadosamente empacadas, pero el paraguas rojo, inamovible, permaneció en el lugar donde siempre había estado. Nadie se atrevió a tocarlo, y cuando recorrí la casa por última vez antes de despedirme de ella, tuve que reprimir un incontrolable impulso por sacarlo violentamente de su lugar.

Ya hace más de diez años que estoy en Buenos Aires, y hace mas de cuatro que vivo en un departamento de dos ambientes que alquilo cerca del centro. Cuando me mudé, descubrí que en uno de los armarios, en el fondo de un cajón, alguien había olvidado una pequeña botellita de licor, de esas de colección. Estaba cerrada y llena, y por el polvo que había juntado, parecía que tenía mucho tiempo en esa misma posición. Por algún motivo, no me atreví a tocarla la primera vez que la vi, y luego, a pesar de mi curiosidad, el tiempo fue pasando sin que pudiera ponerle una sola mano encima. Esa botellita se había convertido sin que yo me diera cuenta, en el nuevo fetiche sobre el que descansaban mis más profundos miedos de la infancia.

Hoy me desperté transpirado en el medio de la noche. Mi habitación estaba oscura y solamente podía verse un punto luminoso que provenía desde algún rincón de la ventana. Me levanté con una sola idea en la cabeza, prendí la luz, y rápidamente, me dirigí al pasillo donde se encuentra el armario. Abrí el cajón rápidamente, destape la botella con un solo movimiento y me tome todo su contenido de un trago. Escuche un crujido y mire hacia arriba, en el techo del departamento, me pareció ver una grieta que antes no estaba.

Los porteños son bastante propensos a salir con paraguas, aun cuando las posibilidades de tormenta son ínfimas. Yo, quizás por resultarme incómodo o quizás por caprichosa tradición, jamás lo uso, ni siquiera cuando llueve a cántaros. De hecho, desde que dejé de vivir con mis padres, jamás tuve un paraguas en mi casa, pero mañana, cuando deje de llover, quizás baje a la calle y en algún negocio compre un paraguas rojo para colgar en la entrada de mi departamento.

martes, 7 de septiembre de 2010

La Señal

Un hombre con rostro inexpresivo estaba sentado en la orilla de un río con sus pensamientos perdidos a kilómetros de distancia, su soledad hacía eco en el silencio de la tarde. Una tarde que no estaba destinada a ser una más en la tortuosa monotonía de su existir.
La señal llegó tan pronto como el sol se ocultó detrás de los negros nubarrones que cubrieron el cielo, y la lluvia, furiosa, comenzó a descargarse sobre el río encrespado. El hombre percibió la señal e inmediatamente comprendió su destino, ya nada podría cambiar su suerte. Su vida había sido un trágico devenir hacia ese instante macabro.

Cuando era niño y el mundo era todavía un lugar alegre, su padre, el hombre sabio por excelencia, había disertado sobre la vida en innumerables ocasiones, pero los recuerdos eran mezquinos y solo unas pocas frases podían aun oírse en la distancia de los años.
La seguridad de haber vivido mal lo acosaba y le quitaba el sueño. Hay hombres que viven naciendo constantemente y hay otros que viven muriendo desde el primer día, decía su padre, y él, sentía que había muerto un poco cada día de su vida.

Cuando su padre murió, él no era más que un adolescente que se estaba quedando solo en el mundo. Un hombre gris que decía ser amigo de su padre se acercó el día del entierro para presentar sus respetos al difunto, y como un extraño gesto de compasión hacia el huérfano, le ofreció elegir un poder que lo acompañaría por el resto de su vida.
El joven, aturdido por su desgracia, no supo elegir. Sin dudarlo, y aun con lágrimas en los ojos, pidió tener el poder de saber cuándo y cómo moriría la gente.

Los años pasaron y el joven se convirtió en adulto solo para darse cuenta de su error. Conocer el destino fatal de todos los que lo rodeaban, incluyéndolo, había convertido a los seres humanos en muertos vivientes para él, que lentamente se fue alejando de ellos.


Esa tarde, en el río, la tormenta llevaba ya varias horas, pero el hombre seguía sentado inmóvil junto a la orilla, estoico, empapado y con sus ropas salpicadas de lodo. Finalmente, las paredes del río colapsaron arrastrando una violenta marea de barro, y entre los remolinos cargados de ramas de la crecida, flotaba también el cuerpo sin vida de un hombre que durante años, había esperado a la muerte en el mismo lugar.

Volver a casa

Son las 6 de la mañana y camino solo por la vereda, el sol ya salió hace rato pero la calle sigue desierta. Mis ojos encandilados avanzan por la calle corrientes esbozando un torpe zigzagueo, resultado de algunas muchas copas de vino tinto. El ruido de un colectivo rompe el encanto del silencio aturdidor, perturbando mis sentidos en extremo, pero cuando el colectivo termina de pasar, el ruido del silencio se vuelve más agradable todavía. Paso por abajo de un árbol muy frondoso y sus hojas rozan mi cabeza, entrecierro más los ojos y me imagino caminando en un bosque.

La amplitud de la calle Corrientes me incomoda, me siento desprotegido, como si alguna especie de bestia salvaje estuviera acechando en algún rincón o detrás de la entrada de un edificio. Camino más rápido, mucho más rápido, una sensación de miedo se apodera de mí y mi respiración se vuelve entrecortada, me imagino en medio de un campo de batalla, con la maldita incertidumbre de no saber adónde va a caer la próxima bomba. La escucho silbar en el aire, pero afortunadamente, cae bastante lejos.

Desesperado, llego a la calle donde tengo que doblar, la esquina de Lambaré está desierta y casi apretándome contra la pared, dejo Corrientes. Caminar por Lambaré es un alivio, me siento como si hubiera entrado en un refugio, ya no existe esa sensación de desamparo. Vuelvo a prestarle atención a los arboles y al silencio. El sol esta vez no me da en la cara de lleno, y vuelvo a caminar lentamente, muy lentamente, casi arrastrando los pies, hasta que de repente a media cuadra de mi casa, me siento tan cómodo que ya no tengo ganas de ir a otro lado, me quedo parado en el lugar durante algunos segundos contemplando el cielo, y descubro los colores de los balcones de los edificios de la cuadra. En diez años de caminar esa calle todos los días, jamás había mirado para arriba. Una mujer está sentada en un balcón leyendo el diario.

Retomo la marcha y finalmente, llego a mi casa. Con alguna dificultad, abro la puerta del edificio y llamo al ascensor. La espera esta de más. Mientras el ascensor baja los seis pisos, tambaleo en el lugar y no pienso absolutamente en nada. Finalmente, entro a mi casa, y en menos de dos minutos, como por arte de magia, me estoy metiendo en la cama. Algunos rayos de luz se cuelan por las rendijas de la persiana y se escucha el canto de los pájaros en la calle, pero nada de eso me importa, lo único que me preocupa es que la cama comienza a bambolearse lentamente, como si estuviera en altamar.

Desesperado, busco un punto fijo, pero lo que realmente necesito es un ancla. Una feroz tempestad azota mi cama, y la arrastra violentamente a la deriva entre las olas. La sensación es insoportable, los marineros empiezan a abandonar el barco y en un instante de locura, salto la baranda y me zambullo en el océano. Estoy levantado de vuelta, casi automáticamente me visto y me dirijo hacia la puerta, llamo al ascensor y salgo a la calle.

Ahora estoy nuevamente en el lugar donde me había detenido media hora antes. Sentado en el cordón de la vereda, extremadamente relajado, escuchando como un portero lava la vereda de enfrente. El mareo va cediendo lentamente y siento que ya estoy listo para volver a acostarme.

Pesada herencia

Los muros de la arcaica ciudad se levantan soberbios sobre la arena caliente del desierto. Un hombre maldito, bajo el artero abrigo de la noche, parece querer evadir la cruel batalla que se avecina, escapando por los sinuosos caminos de la cobardía.

De pronto, un luminoso estallido en la lejanía lo toma por sorpresa, como advirtiéndolo, como si la mente de su padre guerrero se hubiera materializado en un huracán. El hombre, abrumado por los giros de su suerte, entiende que es inútil perseverar, y lentamente inventa un camino de regreso.


Las horas caprichosas pasan y luego del rocío, el sol, magnánimo, extiende su fulgor por el desierto. Las puertas de la ciudad están cerradas por protección, y a la sombra de sus columnas, los guardias espían al fugitivo en su parsimonioso llegar.
No hay tiempo para conjeturas ni advertencias, el guardia en su insaciable sed de sangre, imagina al cobarde un enemigo y cortésmente lo atraviesa con su pesada lanza.