domingo, 10 de julio de 2011

El voto final

El día de las elecciones me puse mi mejor ropa y llegué al colegio donde votaba a eso de las cinco de la tarde. Luego de una corta espera me hicieron pasar al cuarto oscuro. Había preparado un fajo con cincuenta billetes de cien sin rasguños ni pliegues. Doblé el dinero con cuidado y lo metí en el sobre. Luego, me distraje unos segundos con las boletas de los distintos partidos y salí del cuarto con el voto en la mano y la sonrisa triunfal de quien tiene el control de la situación.

Al ver al resto de los hombres en la fila para ingresar al cuarto oscuro me compadecí: la elección que hicieran sería un evento circunstancial, incapaz de ocasionar algún cambio o desencadenar evento alguno. Sus votos no eran como el mío, eran sólo una pérdida de tiempo.

Al final del día, a la hora del recuento, me camuflé entre las autoridades de mesa y los fiscales de los partidos y me ubiqué en la puerta del aula donde había votado. El presidente de mesa, un abogado penalista de unos cincuenta años, se ponía los anteojos mientras el vicepresidente abría la urna y diez fiscales de distintos partidos se agrupaban a su alrededor con la distancia reglamentaria, aferrados a sus blocs de notas y lapiceras como si sus vidas dependiesen de lo que fueran a apuntar.

Después de varios votos escrutados y acaloradas discusiones sobre la validez de algunos de ellos, vi que el presidente abría un sobre y se quedaba paralizado ante la mirada de todos. Se generó un silencio y entonces la autoridad retiró con cuidado de adentro del sobre los billetes de cien.

 Uno de mis recuerdos más habituales en relación a la destrucción del universo, tiene que ver con las muchas veces que vi la trilogía de Volver al futuro, cuando el Doc le explica a McFly que si se encuentra con su yo del pasado, ocasionaría una paradoja que acabaría con el tiempo y el espacio.

Me gusta que ciertas cosas no funcionen, no por el malfuncionamiento en sí, sino por lo atractivo del mecanismo de esa falla cuando es causada por el choque de dos fuerzas opuestas, por una contradicción, una paradoja que detiene la maquinaria. En nuestra vida cotidiana estamos rodeados de paradojas. Cuando una docena de empanadas sale cuarenta pesos y cada empanada sale tres, estamos en presencia de una paradoja; cuando se nos prohíbe fumar pero se nos facilita un cenicero; cuando la velocidad máxima es de ochenta pero la mínima de ciento diez; cuando nos dicen que sí y que no a un mismo tiempo. La que jamás pude encontrar es la paradoja final, esa que, como en la película, destruiría el universo.

Muchos de los presentes en el cuarto oscuro sonrieron nerviosos al ver el dinero; otros lo interpretaron como una broma de mal gusto, pero en el momento nadie comprendió la situación. Ante la incomodidad generalizada, el presidente de mesa intentó dejar el problema para después con el sencillo trámite de dejar los billetes y el sobre a un costado de la mesa. Pero un joven agitado y con la cara llena de granos, al parecer referente de algún partido de izquierda, lo increpo diciendo que ese voto debería contar como impugnado y que era su obligación destruir el contenido del sobre.

Los murmullos en el cuarto comenzaron a ganar intensidad y la cara del presidente de mesa me daba a entender que percibía la complejidad de lo que pasaba. Con los ojos encendidos de bronca pero con una voz débil y cansada, respondió que el contenido del sobre volvería a la urna junto con el resto de los votos, y mientras agregaba que la destrucción de moneda era un delito, fue interrumpido por una señora gorda y al parecer socialista que se preguntaba en qué manos iría a parar el dinero y sospechaba que el presidente de mesa fuera a quedárselo.

La discusión se extendió durante un buen  rato y subía de tono, pero yo ya no escuchaba, miraba hacia el techo de la habitación. Nadie parecía notar el diminuto punto negro que flotaba en el aire, que sólo llamo la atención de todos al extenderse y tragarse la lamparita iluminaba el cuarto para alcanzar el tamaño de una pelota de futbol.  Se produjo un silencio y todos miraron hacia arriba aterrorizados.

El primero en irse por el agujero negro fue el joven fiscal del partido de izquierda.

miércoles, 29 de junio de 2011

Siete historias ocultas de Buenos Aires

En algunas épocas la ansiedad no me permite escribir más de diez líneas de un cuento sin dejarlo inconcluso. Por este motivo, ya hace algún tiempo que me resulta muy entretenido escribir estas historias cortas (menos de doscientas palabras) que ocurren en algún rincón de Buenos Aires y que tienen algún componente esotérico o misterioso. Se me ocurre que tal vez la idea sea poco original, alguien me dijo que muchos ya habían gastado este recurso y que probablemente no haga más que repetirlo arriesgándome quizás hasta a realizar algún plagio involuntario. Pero lo cierto es que me resulta extremadamente divertido escribirlas y no puedo dejar de hacerlo. Estas siete son solo algunas de las que coleccione hasta ahora.

Los clones de Perón
En el año 1998, un científico escocés secuestrado por la side menemista dirigió el ambicioso proyecto 1728/P. El mismo consistía en la creación, por medio de embarazos inducidos artificialmente, de dieciséis clones de Juan Domingo Perón. Los dieciséis bebes de probeta nacieron en sanatorios de la capital antes del fin del milenio sin que sus madres sospechen nada. Desafortunadamente, catorce de ellos murieron antes de cumplir los dos años de vida, producto de malformaciones y graves enfermedades genéticas. El científico escocés fue encontrado asesinado en el año 2002, y lo último que se sabe del proyecto 1728/P, es que los dos clones que sobrevivieron fueron sustraídos misteriosamente de sus familias durante la misma noche de invierno del año 2003.

El tugurio ambulante
En la zona de San Telmo, hay una puerta de madera roja con dos grandes bisagras negras. La puerta está siempre entreabierta y de adentro sale una extraña mezcla de luz amarilla, humo y blues. Se dice que es uno de los cabarets más extraños y lujosos de Buenos Aires. Cada noche, decenas de hombres salen por la puerta perdidamente enamorados de las prostitutas, y se sabe que muchos de los concurrentes han llegado a suicidarse por amor. La ubicación exacta de la puerta roja es un misterio, ya que muchos comentan haberla visto cerca de la plaza Dorrego, sobre la calle Defensa, mientras que otros aseguran haber entrado por la puerta en la zona de la casa rosada. Y así sucesivamente.

El vino de los muertos
Muchos de los que han concurrido al bar de Luis Galindez en Palermo Viejo, aseguran haber visto fantasmas luego de tomar el vino de la casa. Lo más curioso es que la mayoría de la gente afirma haber visto las mismas figuras espectrales. En casi todos los casos se trataba de personalidades famosas que murieron en Buenos Aires en circunstancias trágicas. Uno de los más recurrentes en la clientela es el fantasma de Olmedo. En sucesivas ocasiones Luis Galindez fue consultado por su misterioso vino de la casa, pero el jamás quiso revelar el origen de la bebida.

El doble de Gardel
Es bien sabido que Carlos Gardel falleció en el año 1935 en un choque de aviones en Colombia. Pero pocos conocen la historia del doble de Gardel. Cinco años después de la muerte del cantante, un hombre surgió en los arrabales de Buenos Aires asegurando que se trataba del zorzal criollo en persona. A pesar de su enorme parecido físico y de su admirable habilidad para imitar su voz, todos se rieron de él. El falso Gardel se dedico a interpretar tangos en bares de poca monta y murió pocos años después a causa de una enfermedad pulmonar.

El departamento de mil ambientes
En un edificio sobre la calle Cabildo, hay un departamento cuya estructura imposible lo convierte en una de las curiosidades más grandes de la arquitectura porteña. La puerta de entrada, las habitaciones y la cocina son iguales a los de todos los otros departamentos del edificio. Pero en un rincón del living hay dos puertas, cada una de ellas conduce a otro salón exactamente igual al anterior. Y al mismo tiempo, cada uno de los salones tiene esas dos puertas que conducen a otro salón idéntico. Los propietarios del departamento llamaron a un experto en fractales para que estudie el fenómeno, pero luego de entrar por una de las puertas, el científico no regresó jamás. Luego de eso, nadie se animo a cruzar más de tres o cuatro puertas sin  volver aterrado por el miedo a correr la misma suerte. Las dos puertas iniciales fueron tapadas por una pared de concreto y el departamento fue alquilado a una familia que no conoce el secreto que se esconde en el living de su departamento.

El inventor del ajedrez
Un bar antiguo sobre la calle Caseros es el punto de reunión de los amantes del ajedrez desde hace décadas. Los viejos maestros se sientan en las mesas de mármol a jugar partidas eternas, moviendo las sucias piezas de plástico con los dedos resecos por el humo del cigarrillo. Un día un vagabundo entro al bar y puso una moneda de oro junto a un tablero de ajedrez, dijo que quien le gane una partida se llevaría la moneda como premio. Nadie pudo ganarle. A la semana siguiente, el vagabundo volvió, pero esta vez las monedas eran dos. La misma historia se repitió durante varias semanas. Un día, luego de perder la partida frente a él, uno de los maestros le preguntó cómo era que había aprendido a jugar y de donde había sacado tantas monedas de oro. El vagabundo guardó silencio, pero el maestro pudo notar en sus ojos que había vivido más de mil años.

La pasajera recurrente
Recientemente el gobierno porteño instalo una cámara de control de tránsito sobre una peligrosa curva de la avenida Diaz Velez. El artefacto parece funcionar con total normalidad y toma más de cien fotografías por semana a todo tipo de vehículos que exceden el máximo de velocidad permitido. Solamente un detalle inquieta a los técnicos del departamento de vialidad. Algunos conductores que se acercaron a pagar la fotomulta, aseguraron haber estado conduciendo solos en el momento de la imagen, y sin embargo, en todos esos casos puede verse nítidamente la figura de una mujer sentada en el asiento del acompañante. La mujer siempre es la misma y en muchas fotos parece estar sosteniendo un ramo de rosas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cambio computadora último modelo por máquina de escribir en buen estado (con campanita)

En una época, cuando todavía cursaba en la facultad, había decidido que cómo en el colectivo (y solamente ahí) me convertía en un agudo filósofo observador de la realidad, iba a empezar a viajar con un bloc de notas para volcar mis ideas y después desarrollarlas. Me acuerdo que compre el blocsito y lo lleve en la mochila un tiempo, había logrado escribir dos o tres pavadas y pensé que quizás estaba empezando a funcionar, pero me equivoque, casi inmediatamente deje la facultad y se acabaron los viajes en colectivo.

Todavía más que la falta de ideas para escribir, me molesta el hecho de no poder lograr un estilo literario definido, generalmente me sale escribir en un lenguaje acartonado, semi-formal, que me disgusta y me hace sentir aburrido. ¿Pero qué puedo pedir?, los momentos que le dedico a la escritura son realmente poco frecuentes, y si hay algo que tengo claro, es que lo único imprescindible para generar algo parecido a un estilo, son horas, horas, y muchas más horas, de "culo en la silla". Estas horas de práctica, prueba y error, que claramente me faltan, son las que me hacen cuestionarme, las que me hacen darme cuenta que no escribo por falta de concentración, que no escribo porque cada vez que me siento a intentarlo termino haciendo cualquier otra cosa, que lo más cerca que estoy de escribir todas las noches es tener el documento en blanco frente a mis ojos y las manos listas sobre el teclado.

Lo de las manos sobre el teclado es interesante, el otro día, repasando cuentos y boludeces que escribí hace mucho tiempo, caí en la cuenta que, de todo lo que tengo escrito, lo que más me gusta, es lo que escribí a mano. Me pongo a pensar que definitivamente el mío es un problema de concentración, la computadora me distrae. Mientras escribo con un ojo, con el otro estoy mirando los iconos de Facebook y Messenger para ver si alguno titila, escucho alguna música relajante, pero cada tanto tengo que abrir el Winamp que está en suflé porque se cuela algún tema que me martilla el cerebro, a mis espaldas esta la tele prendida con el partido en mute, y me tengo que dar vuelta todo el tiempo, no sea cosa que me vaya a perder un gol.

Lo bueno, es que adquirí el hábito de escribir usando el bloc de notas de Windows y no el Word o algún otro procesador de texto. No puedo soportar ver tantos botoncitos en la pantalla, tener que estar pendiente de la alineación y balanceo, poner los títulos en negrita, las palabras en otro idioma en itálica, me explota la cabeza cuando el corrector ortográfico del Word me empieza a subrayar palabras en rojo (A esta altura me estaría sugiriendo que en lugar de shuffle ponga suflé, y quizás hasta le haría caso para demostrar de una vez por todas que ese corrector ortográfico es una verdadera mierda). El bloc de notas, en cambio, es pura paz y armonía, cuando esta maximizado, todo lo que se ve es la pantalla pura y blanca interrumpida solamente por las letras negras, letras sin nombre, sin tamaño, ni sans serif ni con serif, no me importa, el bloc de notas es como una dictadura de los procesadores de texto, pero ahí todos somos felices porque no tenemos que elegir nada, simplemente escribir. Deberían inventar un aparato que sea solo un teclado con una hoja en blanco, y al apretar cada tecla, los caracteres van apareciendo en la hoja.

Entonces el próximo paso quizás sea poner una máquina de escribir en el living. Me imagino una mesita antigua, como esas que tienen un pedal abajo y arriba una máquina de coser, pero en lugar de la máquina de coser, una Olivetti 5000 (no sé si eso es un modelo de máquina de escribir, pero suena bien) lista para tipear. Con un banquito sin respaldo y un velador de esos que apuntan al techo. Si logro eso capaz que podría tirar la computadora a la basura y vengar un poco a todas las máquinas de escribir que sufrieron ese destino en los noventa por culpa de la revolución informática.

Me acuerdo que en la casa de mi abuela había una máquina de escribir, y de pibe siempre quería usarla pero no me dejaban. Motivos no faltaban, yo siempre fui (y sigo siendo) un experto en romperlo todo, pero ¿qué tan fácil podía ser romper una máquina de escribir como para no dejar que un pibe de ocho años juegue un ratito? Hoy a un nene de cuatro ya le dan una computadora, y yo a los ocho tenia vedado el acceso a una simple máquina de escribir, que paradoja.

Definitivamente, en mi búsqueda de la concentración absoluta, el escalón siguiente al bloc de notas será la máquina de escribir. Me la imagino en el medio del living de mi departamento, siempre lista, sin esos tediosos segundos de espera que hay al encender una computadora, sin la distracción de ese mar infinito de información, conversaciones, juegos online y pornografía que es internet. Quizás no logre alcanzar la utopía de tirar la computadora a la basura, pero me imagino solo, por las noches, con las luces apagadas y la computadora sin prender. Sentado en mi máquina de escribir (en realidad frente a ella), iluminado por la luz tenue de mi velador con dimmer y escribiendo sin parar, golpeando las teclas con placer violento y disfrutando a cada salto de línea el sonido de la campanita esa que suena cuando pasas de línea (si no tiene la campanita no la quiero). Me imagino y casi me siento Borges. O Superman. Lástima que no fumo, porque el cenicero lleno de colillas quedaría bárbaro al lado de la Olivetti.

domingo, 13 de febrero de 2011

Volver

Afiches húmedos y reblandecidos colgaban desprolijos tapando la podredumbre de las paredes. Montones de basura se acumulaban en cada vereda atrayendo nubes de insectos y el hollín se posaba en todos lados formando una triste capa gris sobre los muros. El cielo apenas dejaba adivinar que eran las cuatro de la tarde. Habían pasado cinco años de mi ausencia, cinco años sin que se sepa nada de mí, había estado en el limbo, inconsciente, muerto.

Con paso cansino, llegue hasta la puerta y la abrí con las mismas llaves que había usado la última vez. La cocina estaba igual, mi madre, en camisón, estaba sentada mirando televisión. Quizás en cinco años la curvatura de su espalda se había vuelto bastante más pronunciada, y su mandíbula parecía ahora descolocada, como si le hubieran hecho una lobotomía. Mi entrada no generó ninguna reacción en ella. La cocina estaba sucia, pero no era una suciedad temporal, de esas que dan vida a un hogar. Era una suciedad profunda, una suciedad desgarradora que dejaba entrever abandono y soledad.

El frio era angustiante aunque las hornallas estaban encendidas. Había olor a gas y el volumen de la TV estaba al máximo. Una mujer gritaba en un programa de la tarde, al parecer su marido la había golpeado y ahora se había marchado con sus hijos. Mi madre observaba atónita, conmovida, con un gesto estático, casi en trance. La llegada de la tanda publicitaria no generó un solo cambio en su postura.

Salí de la cocina y me dirigí al patio, alguien había estado acumulando basura y trastos. En el centro del lugar, había un cuadro de bicicleta oxidado, esqueletos de sillas sin asiento y sin respaldo, marcos de ventanas, pedazos de madera podrida, restos de plásticos y un tubo de luz roto. Fui hasta el fondo y corrí la enredadera, palpé atrás del cantero y ahí estaba la cajita naranja, tal como yo la había dejado cinco años atrás el día que me entregué a la policía.

Entré, crucé la cocina y observé a mi madre una vez más antes de salir a la calle y tomar un colectivo cualquiera. Bajé media hora después en un barrio extraño, frente a una casa de artículos para el hogar. Me acerqué al mostrador y en un solo movimiento saqué el arma cargada de la caja naranja y encañoné al encargado del local.