domingo, 10 de julio de 2011
El voto final
miércoles, 29 de junio de 2011
Siete historias ocultas de Buenos Aires
Los clones de Perón
El tugurio ambulante
El vino de los muertos
El doble de Gardel
El departamento de mil ambientes
El inventor del ajedrez
La pasajera recurrente
miércoles, 2 de marzo de 2011
Cambio computadora último modelo por máquina de escribir en buen estado (con campanita)
Todavía más que la falta de ideas para escribir, me molesta el hecho de no poder lograr un estilo literario definido, generalmente me sale escribir en un lenguaje acartonado, semi-formal, que me disgusta y me hace sentir aburrido. ¿Pero qué puedo pedir?, los momentos que le dedico a la escritura son realmente poco frecuentes, y si hay algo que tengo claro, es que lo único imprescindible para generar algo parecido a un estilo, son horas, horas, y muchas más horas, de "culo en la silla". Estas horas de práctica, prueba y error, que claramente me faltan, son las que me hacen cuestionarme, las que me hacen darme cuenta que no escribo por falta de concentración, que no escribo porque cada vez que me siento a intentarlo termino haciendo cualquier otra cosa, que lo más cerca que estoy de escribir todas las noches es tener el documento en blanco frente a mis ojos y las manos listas sobre el teclado.
domingo, 13 de febrero de 2011
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Afiches húmedos y reblandecidos colgaban desprolijos tapando la podredumbre de las paredes. Montones de basura se acumulaban en cada vereda atrayendo nubes de insectos y el hollín se posaba en todos lados formando una triste capa gris sobre los muros. El cielo apenas dejaba adivinar que eran las cuatro de la tarde. Habían pasado cinco años de mi ausencia, cinco años sin que se sepa nada de mí, había estado en el limbo, inconsciente, muerto.
Con paso cansino, llegue hasta la puerta y la abrí con las mismas llaves que había usado la última vez. La cocina estaba igual, mi madre, en camisón, estaba sentada mirando televisión. Quizás en cinco años la curvatura de su espalda se había vuelto bastante más pronunciada, y su mandíbula parecía ahora descolocada, como si le hubieran hecho una lobotomía. Mi entrada no generó ninguna reacción en ella. La cocina estaba sucia, pero no era una suciedad temporal, de esas que dan vida a un hogar. Era una suciedad profunda, una suciedad desgarradora que dejaba entrever abandono y soledad.
El frio era angustiante aunque las hornallas estaban encendidas. Había olor a gas y el volumen de la TV estaba al máximo. Una mujer gritaba en un programa de la tarde, al parecer su marido la había golpeado y ahora se había marchado con sus hijos. Mi madre observaba atónita, conmovida, con un gesto estático, casi en trance. La llegada de la tanda publicitaria no generó un solo cambio en su postura.
Salí de la cocina y me dirigí al patio, alguien había estado acumulando basura y trastos. En el centro del lugar, había un cuadro de bicicleta oxidado, esqueletos de sillas sin asiento y sin respaldo, marcos de ventanas, pedazos de madera podrida, restos de plásticos y un tubo de luz roto. Fui hasta el fondo y corrí la enredadera, palpé atrás del cantero y ahí estaba la cajita naranja, tal como yo la había dejado cinco años atrás el día que me entregué a la policía.
Entré, crucé la cocina y observé a mi madre una vez más antes de salir a la calle y tomar un colectivo cualquiera. Bajé media hora después en un barrio extraño, frente a una casa de artículos para el hogar. Me acerqué al mostrador y en un solo movimiento saqué el arma cargada de la caja naranja y encañoné al encargado del local.