jueves, 7 de junio de 2012

Peaje

Benavídez, empleado de la cabina de peaje número cinco del turno noche, debajo de su puesto de trabajo esconde dos bolsas de papel. Una de ellas contiene una botella de agua mineral a medio llenar; la otra, una botella de vino que va perdiendo su contenido en el transcurso de la noche. La bolsa con el agua mineral es lo que Benavídez muestra cuando sus superiores, que lo ven por circuito cerrado de cámaras, le preguntan qué bebe. La bolsa con el vino es la que levanta el resto del tiempo. Desde hace algunas semanas, algo nuevo hace más entretenidas las noches de Benavídez: a las cinco de la mañana, una mujer que maneja un Renault Clio blanco paga el peaje en su cabina, y Benavídez está enamorado de ella. Su pelo oscuro y sus ojos lo vuelven loco, y cada noche la aguarda con una impaciencia mayor. ¿Por qué viene siempre a mi cabina y no a las otras?, se pregunta, ¿Por qué, con todos los puestos libres, siempre elije el mío? La sonrisa de la mujer, que se llama Deborah, algo que él sabe porque, con timidez, se lo preguntó una madrugada, le hace pensar que tiene alguna oportunidad. Por eso, todas las noches, minutos antes de las cinco, él se mira en el pequeño espejo redondo que guarda en la caja registradora y se peina con una mano mientras con la otra se limpia las manchas que el vino le deja en los dientes. Ahora, ya casi las cinco, Benavídez termina de juntar coraje y decide afrontar la situación: llueve a cántaros, y piensa que necesitará un nuevo trago para poder conseguir de ella algo más que su nombre.

Díaz, el jefe del turno noche del puesto de peajes, trabaja para la empresa desde hace unos cinco años, cuando tomaron la concesión de la ruta que une X con Y, un tramo bastante transitado a todas horas debido a la cercanía de ambos pueblos. Entre las doce de la noche y las diez de la mañana, Díaz se encarga de supervisar las ocho cabinas del peaje: uno, dos, tres y cuatro cobran a los autos que van desde X hacia Y, y el resto, a los que van en sentido contrario. Hoy faltó Mansilla, el de la cuatro y, como siempre en estas situaciones, Díaz debe ocupar su lugar. Ahora una camioneta negra se acerca y paga con un billete de cien. El conductor mantiene el brazo estirado y espera los noventa y cinco pesos de vuelto, que Díaz saca de la caja registradora sin mirar porque mantiene la vista en la cabina de enfrente, en la ventana número cinco, donde puede ver cómo el borracho de Benavídez levanta su bolsa de papel madera y se la lleva a la boca.

El conductor de la camioneta negra, una Peugeot cero kilometro, pasa el peaje mientras discute con su mujer, que es la que, al guardar el vuelto, se da cuenta de que el empleado se equivocó, que le dio cuarenta y cinco en lugar de noventa y cinco pesos. Cuando ya arrancaron, avisa que falta plata, y ya recorrieron más de un kilometro cuando su marido gira la camioneta en u, sin ver que en el sentido contrario viene un auto blanco a toda velocidad.

Desde hace varias semanas Sofía paga el peaje en el puesto número cinco, siempre a las cinco de la mañana, en su Renault Clio blanco, sin dejar de sonreír al cajero con una mirada que sabe seductora, aunque no deja de pensar que él no es más que un simple empleado en una cabina de peaje. Ella puede sentir los nervios del pobre muchacho cada vez que estira la mano para darle el cambio, o cuando dice 'buenas noches' con una voz cargada de temblor. Recuerda que hace unos días, sin conversación previa, él le preguntó su nombre y debió inventar el primero que se le ocurrió. En todo caso, eso le divierte. Y además, el número cinco es más fuerte que ella: toda su vida gira alrededor de él, y pasar por la cabina número cinco a las cinco de la mañana le parece muy razonable. En eso piensa, y también en que quizás debería cambiar de cabina, sólo por una noche, para no tener que soportar la mirada angustiosa del pobre cajero. Y mientras sus manos doblan apenas el volante, mientras observa el cartel que anuncia el peaje a mil quinientos metros, mientras mira de costado el reloj en el tablero que marca las cuatro cincuenta y nueve, no llega a ver la camioneta que, frente a ella, gira en u.

Benavídez bebe un buen trago de vino mientras piensa: ‘siempre te veo pasar a esta hora y me gustaría...', pero desde afuera el supervisor del turno noche ya se acerca, se detiene frente a la cabina y abre la puerta furioso, 'Benavídez, quiero las dos bolsas: hace rato sé que en tu turno te emborrachás. Agarrá tus cosas y andate, rajá de acá, ya no quiero verte'. Benavídez, borracho, sale de su cabina a las cinco en punto, justo a tiempo para escuchar el ruido de un choque no muy lejano. ‘Que se encargue Díaz -se dice- yo ya no trabajo acá’. 

Erre Doce

Subí el volumen, Gordo, dijo Charly desde el asiento de atrás. El Gordo Rober, que manejaba sin remera y bañado en transpiración, hizo resbalar su brazo derecho entre su costado y el brazo izquierdo de Rosenda y giró la perilla de la radio. Sonido de cumbia en la cabina, y entre los ruidos del motor, podía adivinarse la voz del cantante.

Un Renault 12 verde, estridente, deslucido, uno de esos autos viejos con un solo asiento largo adelante. Rosenda ubicada entre su marido Enrique, y su cuñado que manejaba, llevaba en brazos a su hija más chica, la que estaba por cumplir un año. Atrás, sus otros seis hijos se acomodaban como podían en el poco espacio que les dejaba su tía, la Gorda Marta.

Tardaron unas dos horas en recorrer los cincuenta kilómetros de ruta que llevan hasta la laguna, cincuenta kilómetros de humo negro, sudor y algún pañal sucio. La Gorda Marta y Rosenda hablaron todo el viaje sobre la vida de los participantes de un programa de televisión. Charly, el mayor de los hermanos, viajaba casi aplastado por Marta, y con la única mano que tenía libre marcaba el ritmo de la cumbia.

El camino de tierra que tomaron desde la ruta subía una loma pronunciada que recién en su punto más alto dejaba ver el paisaje completo. La tradición de ir a la laguna en familia llevaba ya unos cuántos años: a la hora de descansar, a Enrique no se le hubiera ocurrido otro destino.

El sol del mediodía reflejado en el ojo de agua caía sobre el parabrisas del Renault, y los grandes descampados que rodeaban la laguna se veían con claridad, cubiertos por cientos de autos. A medida que avanzaban, los sonidos eran más fuertes: asados, partidos de futbol, carritos de helado y bebés que lloraban a la hora del almuerzo.

La calle de tierra que bordeaba la orilla estaba cubierta de autos a ambos lados, y a excepción de algún Ford Falcon, y de un par de camionetas viejas, todos los coches eran Renault, Renault 12. Las familias almorzaban alrededor de sus autos sobre mesas plegables, y en algunos casos sobre el capot cubierto con algún mantel floreado.

Dieron una vuelta casi entera a la laguna hasta que encontraron un lugar donde poner el auto sin bloquear el camino. El Gordo Rober estacionó entre un Renault 12 rojo y otro gris, rodeado de chicos que corrían en calzoncillos junto a una Pelopincho llena de agua marrón. Todos bajaron en seguida, y en menos de quince minutos estaban sentados en banquitos plegables mientras Enrique hacía el fuego en una parrilla improvisada con la rejilla de una heladera.

Después del almuerzo, cientos de chicos excitados chapoteaban en el agua, y sus padres, tíos, abuelos y madrinas terminaban de vaciar las últimas botellas de cerveza. Una nube negra cubrió de pronto el lugar y desató una tormenta que generó el caos y una huida generalizada. El motor del Renault 12 verde tosía agonizante entre un mar interminable de latitas, damajuanas, banquitos rotos, cartas de truco y pedazos de carne rodeados de moscas. El Gordo Rober, furioso, golpeó el volante y dijo: vamos a esperar que pare.

La tormenta no duró más de veinte minutos, que bastaron para que todas las familias abandonaran el lugar. Mientras Rober se internaba en el capot abierto del Renault con el pantalón a media asta, Enrique bajó del auto y se acercó a la orilla: había vuelto a salir el sol. Respiró el aire con olor a lluvia y miró el horizonte. Rosenda lo llamo porque el auto al fin arrancaba. Charly dijo: ya no llueve, ¿Nos quedamos?, y su madre, agitada, le respondió: ¿Para qué?, ¿No ves que no hay nadie?. Mientras subía al auto, Enrique agregó: vamos, que esto es la muerte.