sábado, 14 de julio de 2012

La visita


Mario salió de la casa de su hermana después de las once de la noche. Había ido a buscar un televisor para su mujer embarazada, que se aburría. Como él abandonó la casa de sus padres unos años antes que su hermana, el televisor había quedado para ella; de todas formas, sólo sintonizaba los cuatro canales de aire que transmitían apenas seis horas al día. El televisor pesaba más de veinte kilos, era marrón oscuro, y adelante sobresalía la pantalla curva de vidrio grueso junto a una perilla para regular el volumen y otra para cambiar de canal.
Las seis cuadras hasta su casa eran largas, y Mario caminaba encorvado por cargar el televisor en la calle vacía mientras adivinaba a ciegas cada paso en la oscuridad. Las luces del alumbrado público no se habían encendido en todo el mes, y las ventanas de las casas y los edificios tenían cerradas las persianas, que sólo en algunos casos, dejaban pasar hacia afuera algo de luz. Si esto pasaba, los vecinos cubrían los vidrios con cartones y papel de diario: nadie quería arriesgarse a un llamado de atención.
La noche en que Mario fue a buscar el televisor el cielo estaba nublado y no había luna; él llevaba una linterna en el bolsillo pero sólo pensaba sacarla para poder abrir la puerta de su casa; de todos modos, para eso aún faltaban cinco cuadras, y ahora desde la vereda alguien le chistaba. En Comodoro Rivadavia recién había empezado el mes de abril de 1982.


-Alto, deténgase.
El brillo de la placa confirmaba los temores de Mario.
-Oficial... vengo de casa de mi hermana, fui a buscar este televisor.
-¿A esta hora?, ¿Hoy?, ¿No sabe que no se puede circular después de las diez?
-Es que… Oficial, mi esposa está embarazada, mi hermana tenía mi televisor...
-Sí, claro... Me parece que le voy a pedir que me acompañe.
-Por favor, oficial... Ya sé: le tocamos el timbre a mi hermana, le preguntamos y ella le confirma. O mejor, le pedimos que baje así ella misma le dice que es mi hermana, que es mi televisor...
-¿Adonde vive su hermana?
-Ahí en la otra cuadra, en ese edificio de la esquina.
 El oficial empezó a caminar hacia el edificio y Mario lo siguió con el televisor, que luego dejó en el piso para tocar el timbre, pero justo sucedía que hacía unos segundos su hermana había subido dos pisos para visitar a una vecina, tomar un café y charlar sobre las últimas noticias de la guerra.
Pasaron casi dos minutos de un silencio que Mario no se animó a romper más que con otro timbrazo.
-Vamos -dijo el oficial- traiga eso. Si le escucho una palabra más vamos a tener problemas serios.
Mario, sin decir nada, debió volver a cargar el televisor para terminar en la seccional, ubicada a doscientos metros en la dirección opuesta a la de su casa. El hall de entrada era frio y estaba iluminado con tubos blancos fluorescentes; las ventanas y los vidrios de la puerta de calle estaban cubiertos con grandes placas de madera; frente al mostrador que dividía el lugar, el piso de cerámica estaba bastante sucio y a modo de sala de espera había unas sillas mal acomodadas contra la pared; detrás del mostrador, dos grandes escritorios amontonaban papeles; en uno de ellos un policía fumaba y apoyaba el cigarrillo sobre un cenicero de madera repleto de colillas.


Minutos después le indicaron un pasillo que había al fondo del salón, detrás de los escritorios, y Mario debió esperar junto a la puerta de una oficina mientras del lado de adentro el oficial que lo había llevado hablaba en voz muy baja. Al salir, le dijo:
-Entre a la oficina del comisario, vaya.
El comisario era un hombre corpulento, de unos cincuenta años, prolijo bigote negro y el pelo peinado con gomina hacia un costado. Su sonrisa permanente transmitía confianza.
-Siéntese por favor, no tenga miedo, ¿a qué se dedica?
-Trabajo en la panadería de mi familia, en el Centro... Escuche, lo del televisor es una confusión, mi hermana me…
 -Ya conozco la historia -interrumpió el comisario- y le creo, pero comprenda que este es un procedimiento habitual. Si usted fuera tan amable de darme el número de su hermana, podemos llamarla ahora mismo y terminar con el asunto.
-Es que ella no tiene teléfono, pero vive acá a dos cuadras… ¿Podemos tocarle el timbre otra vez?
-Está bien, no se haga problema, voy a mandar a alguien. Mientras tanto le voy a tener que pedir que se quede acá, y cuando su hermana corrobore los hechos dejaremos que se retire.
El comisario mandó a buscar a un cabo que estaba de guardia en la puerta y le ordenó que se ocupara del tema. Después se acomodó en su silla, abrió un cajón y sacó una caja de madera con cigarrillos que convidó a Mario.
-Muchas gracias, comisario, muy amable...
-No se preocupe, el oficial Carrizo lo trajo porque es un imbécil. El se piensa que nosotros a esta altura estamos para estas cosas. Con el quilombo que hay todavía tiene ganas de agarrar ladrones de televisores. Como si fuera...
El comisario dejó de hablar para prestar atención a unos gritos que venían de adelante; de pronto se levanto, abrió la puerta, salió a las corridas, y al principio Mario no se atrevía a moverse del lugar. Los gritos que escuchaba se hacían cada vez más violentos. Alguien lloraba:
-Basta, hijos de puta, déjenme ir… déjenme.
Más gritos, golpes, y el sonido de un disparo muy próximo hizo que Mario, por reflejo, se acercase a la puerta para ver qué pasaba. Del otro lado del mostrador, un joven tirado en el piso, rodeado por un charco de sangre que se extendía. En una de sus manos tenía una navaja que no había podido a usar. Lo rodeaban tres oficiales que guardaban silencio, y el comisario, unos metros detrás, enfundaba su revólver mientras giraba en dirección a Mario, que se asomaba desde la oficina con el rostro pálido y volvía a entrar, para tratar de recuperar la posición en la que estaba cuando el comisario lo dejó.
La puerta de la oficina se cerró del lado de afuera y Mario quedó a solas por unos minutos, hasta que el comisario entró como si nada.
-Bueno, el cabo Garcia habló con su hermana, puede retirarse. Y llévese el televisor.
Rumbo a la salida, Mario debió cruzar el hall, que ahora estaba en orden, porque un joven policía cuya placa lo identificaba como "J. L. Garcia. Cabo" trapeaba el piso.


Al día siguiente, unos minutos después de la hora del almuerzo, Mario terminaba de arreglar uno de los hornos en la parte de atrás de la panadería, cuando una de las cajeras entró para decirle que un policía lo buscaba. Algo temeroso, Mario salió al local para encontrarse con que el comisario esperaba apoyado en el mostrador.
-Los muchachos me dijeron que ustedes tienen las mejores medialunas del Centro, y como me acordé de su visita de anoche, pensé que podía pasar a visitarlo yo, para ver si estaba todo bien, y de paso ver si es cierto eso de las medialunas.
No había simpatía en su cara, sino una expresión amenazante y oscura.
Mario puso doce medialunas en una bolsa de papel y se las entregó al comisario, que recupero la sonrisa de la noche anterior y se fue sin pagar, con la promesa de visitarlo más seguido.