martes, 7 de septiembre de 2010

Volver a casa

Son las 6 de la mañana y camino solo por la vereda, el sol ya salió hace rato pero la calle sigue desierta. Mis ojos encandilados avanzan por la calle corrientes esbozando un torpe zigzagueo, resultado de algunas muchas copas de vino tinto. El ruido de un colectivo rompe el encanto del silencio aturdidor, perturbando mis sentidos en extremo, pero cuando el colectivo termina de pasar, el ruido del silencio se vuelve más agradable todavía. Paso por abajo de un árbol muy frondoso y sus hojas rozan mi cabeza, entrecierro más los ojos y me imagino caminando en un bosque.

La amplitud de la calle Corrientes me incomoda, me siento desprotegido, como si alguna especie de bestia salvaje estuviera acechando en algún rincón o detrás de la entrada de un edificio. Camino más rápido, mucho más rápido, una sensación de miedo se apodera de mí y mi respiración se vuelve entrecortada, me imagino en medio de un campo de batalla, con la maldita incertidumbre de no saber adónde va a caer la próxima bomba. La escucho silbar en el aire, pero afortunadamente, cae bastante lejos.

Desesperado, llego a la calle donde tengo que doblar, la esquina de Lambaré está desierta y casi apretándome contra la pared, dejo Corrientes. Caminar por Lambaré es un alivio, me siento como si hubiera entrado en un refugio, ya no existe esa sensación de desamparo. Vuelvo a prestarle atención a los arboles y al silencio. El sol esta vez no me da en la cara de lleno, y vuelvo a caminar lentamente, muy lentamente, casi arrastrando los pies, hasta que de repente a media cuadra de mi casa, me siento tan cómodo que ya no tengo ganas de ir a otro lado, me quedo parado en el lugar durante algunos segundos contemplando el cielo, y descubro los colores de los balcones de los edificios de la cuadra. En diez años de caminar esa calle todos los días, jamás había mirado para arriba. Una mujer está sentada en un balcón leyendo el diario.

Retomo la marcha y finalmente, llego a mi casa. Con alguna dificultad, abro la puerta del edificio y llamo al ascensor. La espera esta de más. Mientras el ascensor baja los seis pisos, tambaleo en el lugar y no pienso absolutamente en nada. Finalmente, entro a mi casa, y en menos de dos minutos, como por arte de magia, me estoy metiendo en la cama. Algunos rayos de luz se cuelan por las rendijas de la persiana y se escucha el canto de los pájaros en la calle, pero nada de eso me importa, lo único que me preocupa es que la cama comienza a bambolearse lentamente, como si estuviera en altamar.

Desesperado, busco un punto fijo, pero lo que realmente necesito es un ancla. Una feroz tempestad azota mi cama, y la arrastra violentamente a la deriva entre las olas. La sensación es insoportable, los marineros empiezan a abandonar el barco y en un instante de locura, salto la baranda y me zambullo en el océano. Estoy levantado de vuelta, casi automáticamente me visto y me dirijo hacia la puerta, llamo al ascensor y salgo a la calle.

Ahora estoy nuevamente en el lugar donde me había detenido media hora antes. Sentado en el cordón de la vereda, extremadamente relajado, escuchando como un portero lava la vereda de enfrente. El mareo va cediendo lentamente y siento que ya estoy listo para volver a acostarme.

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