El día de las elecciones me puse mi
mejor ropa y llegué al colegio donde votaba a eso de las cinco de la tarde. Luego
de una corta espera me hicieron pasar al cuarto oscuro. Había preparado un fajo
con cincuenta billetes de cien sin rasguños ni pliegues. Doblé el dinero con
cuidado y lo metí en el sobre. Luego, me distraje unos segundos con las boletas
de los distintos partidos y salí del cuarto con el voto en la mano y la sonrisa
triunfal de quien tiene el control de la situación.
Al ver al resto de los hombres en
la fila para ingresar al cuarto oscuro me compadecí: la elección que hicieran
sería un evento circunstancial, incapaz de ocasionar algún cambio o desencadenar
evento alguno. Sus votos no eran como el mío, eran sólo una pérdida de tiempo.
Al final del día, a la hora del
recuento, me camuflé entre las autoridades de mesa y los fiscales de los
partidos y me ubiqué en la puerta del aula donde había votado. El presidente de
mesa, un abogado penalista de unos cincuenta años, se ponía los anteojos
mientras el vicepresidente abría la urna y diez fiscales de distintos partidos
se agrupaban a su alrededor con la distancia reglamentaria, aferrados a sus
blocs de notas y lapiceras como si sus vidas dependiesen de lo que fueran a
apuntar.
Después de varios votos escrutados
y acaloradas discusiones sobre la validez de algunos de ellos, vi que el
presidente abría un sobre y se quedaba paralizado ante la mirada de todos. Se
generó un silencio y entonces la autoridad retiró con cuidado de adentro del
sobre los billetes de cien.
Me gusta que ciertas cosas no
funcionen, no por el malfuncionamiento en sí, sino por lo atractivo del
mecanismo de esa falla cuando es causada por el choque de dos fuerzas opuestas,
por una contradicción, una paradoja que detiene la maquinaria. En nuestra vida
cotidiana estamos rodeados de paradojas. Cuando una docena de empanadas sale
cuarenta pesos y cada empanada sale tres, estamos en presencia de una paradoja;
cuando se nos prohíbe fumar pero se nos facilita un cenicero; cuando la
velocidad máxima es de ochenta pero la mínima de ciento diez; cuando nos dicen
que sí y que no a un mismo tiempo. La que jamás pude encontrar es la paradoja
final, esa que, como en la película, destruiría el universo.
Muchos de los presentes en el
cuarto oscuro sonrieron nerviosos al ver el dinero; otros lo interpretaron como
una broma de mal gusto, pero en el momento nadie comprendió la situación. Ante
la incomodidad generalizada, el presidente de mesa intentó dejar el problema
para después con el sencillo trámite de dejar los billetes y el sobre a un
costado de la mesa. Pero un joven agitado y con la cara llena de granos, al
parecer referente de algún partido de izquierda, lo increpo diciendo que ese
voto debería contar como impugnado y que era su obligación destruir el
contenido del sobre.
Los murmullos en el cuarto comenzaron
a ganar intensidad y la cara del presidente de mesa me daba a entender que
percibía la complejidad de lo que pasaba. Con los ojos encendidos de bronca
pero con una voz débil y cansada, respondió que el contenido del sobre volvería
a la urna junto con el resto de los votos, y mientras agregaba que la
destrucción de moneda era un delito, fue interrumpido por una señora gorda y al
parecer socialista que se preguntaba en qué manos iría a parar el dinero y
sospechaba que el presidente de mesa fuera a quedárselo.
La discusión se extendió durante un
buen rato y subía de tono, pero yo ya no
escuchaba, miraba hacia el techo de la habitación. Nadie parecía notar el
diminuto punto negro que flotaba en el aire, que sólo llamo la atención de
todos al extenderse y tragarse la lamparita iluminaba el cuarto para alcanzar
el tamaño de una pelota de futbol. Se
produjo un silencio y todos miraron hacia arriba aterrorizados.
El
primero en irse por el agujero negro fue el joven fiscal del partido de
izquierda.