domingo, 5 de agosto de 2012

La enviada


Era la víspera de un año nuevo. En las ruletas del casino de Mar del Plata se jugaban las últimas bolas del año, y si bien casi todas las mesas estaban completas, una de ellas se destacaba, porque allí había un solo hombre, un personaje inflado y corpulento, con cara de pocos amigos y nariz de boxeador, que vestía una sencilla remera gastada y pantalones cortos; el hombre sostenía con una mano un vaso grasiento con un líquido que despedía un olor rancio, y con la otra acariciaba un puñado de fichas celestes. Venia en racha ganadora, y en las últimas jugadas había multiplicado varias veces su capital.


Algo ebrio, el apostador festejaba eufórico cada acierto y ya comenzaba a llamar la atención de los jugadores de las otras mesas, quienes, sin terminar de voltear la cabeza, lo miraban de reojo con gestos de reprobación. Un locutor anunció desde el micrófono que se jugaría la última bola del año, y un grupo de mozos con bandejas repletas de copas de champagne surgió desde el bar en una sincronizada coreografía para luego diluirse entre la gente.


En tanto, la multitud que observaba se abrió para dar paso a una mujer, de rostro muy joven, perfecto, y tan filoso, que hubiera podido rasgar el paño de la ruleta con sólo rozarlo. Algo de maquillaje disimulaba su belleza; llevaba un vestido escotado y la pollera color piel bastante corta dejaba ver sus piernas largas y brillantes. Un fino tapado de zorro colgaba de su cuello y de sus hombros, en un suave laberinto que terminaba en sus pechos.


Cuando se dirigió a la mesa del apostador solitario, la mujer sostenía con una mano una copa de champagne, y en la otra llevaba un billete que entregó al croupier antes de señalar un montón de fichas rosadas que había en un lado de la mesa. El croupier recibió el dinero y le dio sólo una ficha. El apostador, que gobernaba la mesa, decidido a jugarse a todo o nada desplegaba sus ganancias por el paño mientras gritaba y se daba ánimos con una voz corroída por el tabaco y el alcohol, una verdadera puesta en escena que se interrumpió ante la mirada encendida de la muchacha, que no lo miraba a él, sino que apuntaba al paño con fingida indecisión, y pensaba dónde colocar su única ficha rosada entre las cientos de fichas celestes que ocupaban casi todo el espacio.


El apostador solitario sacó pecho y se aclaró la garganta para dirigirse a la joven para, con total seguridad, indicarle a qué números apostar. Ella sin escucharlo, depositó su ficha en el único número no tocado por ninguna otra celeste. El hombre rió, hizo un gesto hacia abajo con su mano derecha y volvió a reír; la mujer le sonreía desde la profundidad de sus ojos negros, pero ese gesto duró solo un instante.


La ruleta giró y, cuando la bola se detuvo, casi todos los presentes en el salón se habían reunido alrededor de la mesa a observar la escena. Un solo grito del croupier, acompañado por una muy leve pero perceptible mueca de alivio, fue, por así decirlo, como una estocada final que dejó al apostador sin fuerzas y sin aire. El hombre, bastante ebrio, se arrodilló sobre el frio piso del salón y, sudoroso, con un sólo movimiento de sus manos volcó el vaso grasiento sobre el paño, que quedó impregnado con aquel olor nauseabundo.


Mientras tanto, el croupier arrastraba todas las fichas celestes hacia afuera de la mesa y colocaba una pila de fichas rosadas en las manos de la joven. La gente, que ya brindaba por un nuevo año con sus copas en alto, comenzó a dispersarse hacia la salida. Algunos pudieron observar un tapado de piel de zorro que caminaba en sentido contrario para perderse por una pequeña puerta que decía 'solo personal autorizado'.

sábado, 14 de julio de 2012

La visita


Mario salió de la casa de su hermana después de las once de la noche. Había ido a buscar un televisor para su mujer embarazada, que se aburría. Como él abandonó la casa de sus padres unos años antes que su hermana, el televisor había quedado para ella; de todas formas, sólo sintonizaba los cuatro canales de aire que transmitían apenas seis horas al día. El televisor pesaba más de veinte kilos, era marrón oscuro, y adelante sobresalía la pantalla curva de vidrio grueso junto a una perilla para regular el volumen y otra para cambiar de canal.
Las seis cuadras hasta su casa eran largas, y Mario caminaba encorvado por cargar el televisor en la calle vacía mientras adivinaba a ciegas cada paso en la oscuridad. Las luces del alumbrado público no se habían encendido en todo el mes, y las ventanas de las casas y los edificios tenían cerradas las persianas, que sólo en algunos casos, dejaban pasar hacia afuera algo de luz. Si esto pasaba, los vecinos cubrían los vidrios con cartones y papel de diario: nadie quería arriesgarse a un llamado de atención.
La noche en que Mario fue a buscar el televisor el cielo estaba nublado y no había luna; él llevaba una linterna en el bolsillo pero sólo pensaba sacarla para poder abrir la puerta de su casa; de todos modos, para eso aún faltaban cinco cuadras, y ahora desde la vereda alguien le chistaba. En Comodoro Rivadavia recién había empezado el mes de abril de 1982.


-Alto, deténgase.
El brillo de la placa confirmaba los temores de Mario.
-Oficial... vengo de casa de mi hermana, fui a buscar este televisor.
-¿A esta hora?, ¿Hoy?, ¿No sabe que no se puede circular después de las diez?
-Es que… Oficial, mi esposa está embarazada, mi hermana tenía mi televisor...
-Sí, claro... Me parece que le voy a pedir que me acompañe.
-Por favor, oficial... Ya sé: le tocamos el timbre a mi hermana, le preguntamos y ella le confirma. O mejor, le pedimos que baje así ella misma le dice que es mi hermana, que es mi televisor...
-¿Adonde vive su hermana?
-Ahí en la otra cuadra, en ese edificio de la esquina.
 El oficial empezó a caminar hacia el edificio y Mario lo siguió con el televisor, que luego dejó en el piso para tocar el timbre, pero justo sucedía que hacía unos segundos su hermana había subido dos pisos para visitar a una vecina, tomar un café y charlar sobre las últimas noticias de la guerra.
Pasaron casi dos minutos de un silencio que Mario no se animó a romper más que con otro timbrazo.
-Vamos -dijo el oficial- traiga eso. Si le escucho una palabra más vamos a tener problemas serios.
Mario, sin decir nada, debió volver a cargar el televisor para terminar en la seccional, ubicada a doscientos metros en la dirección opuesta a la de su casa. El hall de entrada era frio y estaba iluminado con tubos blancos fluorescentes; las ventanas y los vidrios de la puerta de calle estaban cubiertos con grandes placas de madera; frente al mostrador que dividía el lugar, el piso de cerámica estaba bastante sucio y a modo de sala de espera había unas sillas mal acomodadas contra la pared; detrás del mostrador, dos grandes escritorios amontonaban papeles; en uno de ellos un policía fumaba y apoyaba el cigarrillo sobre un cenicero de madera repleto de colillas.


Minutos después le indicaron un pasillo que había al fondo del salón, detrás de los escritorios, y Mario debió esperar junto a la puerta de una oficina mientras del lado de adentro el oficial que lo había llevado hablaba en voz muy baja. Al salir, le dijo:
-Entre a la oficina del comisario, vaya.
El comisario era un hombre corpulento, de unos cincuenta años, prolijo bigote negro y el pelo peinado con gomina hacia un costado. Su sonrisa permanente transmitía confianza.
-Siéntese por favor, no tenga miedo, ¿a qué se dedica?
-Trabajo en la panadería de mi familia, en el Centro... Escuche, lo del televisor es una confusión, mi hermana me…
 -Ya conozco la historia -interrumpió el comisario- y le creo, pero comprenda que este es un procedimiento habitual. Si usted fuera tan amable de darme el número de su hermana, podemos llamarla ahora mismo y terminar con el asunto.
-Es que ella no tiene teléfono, pero vive acá a dos cuadras… ¿Podemos tocarle el timbre otra vez?
-Está bien, no se haga problema, voy a mandar a alguien. Mientras tanto le voy a tener que pedir que se quede acá, y cuando su hermana corrobore los hechos dejaremos que se retire.
El comisario mandó a buscar a un cabo que estaba de guardia en la puerta y le ordenó que se ocupara del tema. Después se acomodó en su silla, abrió un cajón y sacó una caja de madera con cigarrillos que convidó a Mario.
-Muchas gracias, comisario, muy amable...
-No se preocupe, el oficial Carrizo lo trajo porque es un imbécil. El se piensa que nosotros a esta altura estamos para estas cosas. Con el quilombo que hay todavía tiene ganas de agarrar ladrones de televisores. Como si fuera...
El comisario dejó de hablar para prestar atención a unos gritos que venían de adelante; de pronto se levanto, abrió la puerta, salió a las corridas, y al principio Mario no se atrevía a moverse del lugar. Los gritos que escuchaba se hacían cada vez más violentos. Alguien lloraba:
-Basta, hijos de puta, déjenme ir… déjenme.
Más gritos, golpes, y el sonido de un disparo muy próximo hizo que Mario, por reflejo, se acercase a la puerta para ver qué pasaba. Del otro lado del mostrador, un joven tirado en el piso, rodeado por un charco de sangre que se extendía. En una de sus manos tenía una navaja que no había podido a usar. Lo rodeaban tres oficiales que guardaban silencio, y el comisario, unos metros detrás, enfundaba su revólver mientras giraba en dirección a Mario, que se asomaba desde la oficina con el rostro pálido y volvía a entrar, para tratar de recuperar la posición en la que estaba cuando el comisario lo dejó.
La puerta de la oficina se cerró del lado de afuera y Mario quedó a solas por unos minutos, hasta que el comisario entró como si nada.
-Bueno, el cabo Garcia habló con su hermana, puede retirarse. Y llévese el televisor.
Rumbo a la salida, Mario debió cruzar el hall, que ahora estaba en orden, porque un joven policía cuya placa lo identificaba como "J. L. Garcia. Cabo" trapeaba el piso.


Al día siguiente, unos minutos después de la hora del almuerzo, Mario terminaba de arreglar uno de los hornos en la parte de atrás de la panadería, cuando una de las cajeras entró para decirle que un policía lo buscaba. Algo temeroso, Mario salió al local para encontrarse con que el comisario esperaba apoyado en el mostrador.
-Los muchachos me dijeron que ustedes tienen las mejores medialunas del Centro, y como me acordé de su visita de anoche, pensé que podía pasar a visitarlo yo, para ver si estaba todo bien, y de paso ver si es cierto eso de las medialunas.
No había simpatía en su cara, sino una expresión amenazante y oscura.
Mario puso doce medialunas en una bolsa de papel y se las entregó al comisario, que recupero la sonrisa de la noche anterior y se fue sin pagar, con la promesa de visitarlo más seguido.

jueves, 7 de junio de 2012

Peaje

Benavídez, empleado de la cabina de peaje número cinco del turno noche, debajo de su puesto de trabajo esconde dos bolsas de papel. Una de ellas contiene una botella de agua mineral a medio llenar; la otra, una botella de vino que va perdiendo su contenido en el transcurso de la noche. La bolsa con el agua mineral es lo que Benavídez muestra cuando sus superiores, que lo ven por circuito cerrado de cámaras, le preguntan qué bebe. La bolsa con el vino es la que levanta el resto del tiempo. Desde hace algunas semanas, algo nuevo hace más entretenidas las noches de Benavídez: a las cinco de la mañana, una mujer que maneja un Renault Clio blanco paga el peaje en su cabina, y Benavídez está enamorado de ella. Su pelo oscuro y sus ojos lo vuelven loco, y cada noche la aguarda con una impaciencia mayor. ¿Por qué viene siempre a mi cabina y no a las otras?, se pregunta, ¿Por qué, con todos los puestos libres, siempre elije el mío? La sonrisa de la mujer, que se llama Deborah, algo que él sabe porque, con timidez, se lo preguntó una madrugada, le hace pensar que tiene alguna oportunidad. Por eso, todas las noches, minutos antes de las cinco, él se mira en el pequeño espejo redondo que guarda en la caja registradora y se peina con una mano mientras con la otra se limpia las manchas que el vino le deja en los dientes. Ahora, ya casi las cinco, Benavídez termina de juntar coraje y decide afrontar la situación: llueve a cántaros, y piensa que necesitará un nuevo trago para poder conseguir de ella algo más que su nombre.

Díaz, el jefe del turno noche del puesto de peajes, trabaja para la empresa desde hace unos cinco años, cuando tomaron la concesión de la ruta que une X con Y, un tramo bastante transitado a todas horas debido a la cercanía de ambos pueblos. Entre las doce de la noche y las diez de la mañana, Díaz se encarga de supervisar las ocho cabinas del peaje: uno, dos, tres y cuatro cobran a los autos que van desde X hacia Y, y el resto, a los que van en sentido contrario. Hoy faltó Mansilla, el de la cuatro y, como siempre en estas situaciones, Díaz debe ocupar su lugar. Ahora una camioneta negra se acerca y paga con un billete de cien. El conductor mantiene el brazo estirado y espera los noventa y cinco pesos de vuelto, que Díaz saca de la caja registradora sin mirar porque mantiene la vista en la cabina de enfrente, en la ventana número cinco, donde puede ver cómo el borracho de Benavídez levanta su bolsa de papel madera y se la lleva a la boca.

El conductor de la camioneta negra, una Peugeot cero kilometro, pasa el peaje mientras discute con su mujer, que es la que, al guardar el vuelto, se da cuenta de que el empleado se equivocó, que le dio cuarenta y cinco en lugar de noventa y cinco pesos. Cuando ya arrancaron, avisa que falta plata, y ya recorrieron más de un kilometro cuando su marido gira la camioneta en u, sin ver que en el sentido contrario viene un auto blanco a toda velocidad.

Desde hace varias semanas Sofía paga el peaje en el puesto número cinco, siempre a las cinco de la mañana, en su Renault Clio blanco, sin dejar de sonreír al cajero con una mirada que sabe seductora, aunque no deja de pensar que él no es más que un simple empleado en una cabina de peaje. Ella puede sentir los nervios del pobre muchacho cada vez que estira la mano para darle el cambio, o cuando dice 'buenas noches' con una voz cargada de temblor. Recuerda que hace unos días, sin conversación previa, él le preguntó su nombre y debió inventar el primero que se le ocurrió. En todo caso, eso le divierte. Y además, el número cinco es más fuerte que ella: toda su vida gira alrededor de él, y pasar por la cabina número cinco a las cinco de la mañana le parece muy razonable. En eso piensa, y también en que quizás debería cambiar de cabina, sólo por una noche, para no tener que soportar la mirada angustiosa del pobre cajero. Y mientras sus manos doblan apenas el volante, mientras observa el cartel que anuncia el peaje a mil quinientos metros, mientras mira de costado el reloj en el tablero que marca las cuatro cincuenta y nueve, no llega a ver la camioneta que, frente a ella, gira en u.

Benavídez bebe un buen trago de vino mientras piensa: ‘siempre te veo pasar a esta hora y me gustaría...', pero desde afuera el supervisor del turno noche ya se acerca, se detiene frente a la cabina y abre la puerta furioso, 'Benavídez, quiero las dos bolsas: hace rato sé que en tu turno te emborrachás. Agarrá tus cosas y andate, rajá de acá, ya no quiero verte'. Benavídez, borracho, sale de su cabina a las cinco en punto, justo a tiempo para escuchar el ruido de un choque no muy lejano. ‘Que se encargue Díaz -se dice- yo ya no trabajo acá’.