Un Renault 12 verde,
estridente, deslucido, uno de esos autos viejos con un solo asiento largo
adelante. Rosenda ubicada entre su marido Enrique, y su cuñado que manejaba,
llevaba en brazos a su hija más chica, la que estaba por cumplir un año. Atrás,
sus otros seis hijos se acomodaban como podían en el poco espacio que les
dejaba su tía, la Gorda Marta.
Tardaron unas dos horas en
recorrer los cincuenta kilómetros de ruta que llevan hasta la laguna, cincuenta
kilómetros de humo negro, sudor y algún pañal sucio. La Gorda Marta y Rosenda
hablaron todo el viaje sobre la vida de los participantes de un programa de televisión.
Charly, el mayor de los hermanos, viajaba casi aplastado por Marta, y con la única
mano que tenía libre marcaba el ritmo de la cumbia.
El camino de tierra que tomaron
desde la ruta subía una loma pronunciada que recién en su punto más alto dejaba
ver el paisaje completo. La tradición de ir a la laguna en familia llevaba ya
unos cuántos años: a la hora de descansar, a Enrique no se le hubiera ocurrido
otro destino.
El sol del mediodía
reflejado en el ojo de agua caía sobre el parabrisas del Renault, y los grandes
descampados que rodeaban la laguna se veían con claridad, cubiertos por cientos
de autos. A medida que avanzaban, los sonidos eran más fuertes: asados,
partidos de futbol, carritos de helado y bebés que lloraban a la hora del
almuerzo.
La calle de tierra que bordeaba
la orilla estaba cubierta de autos a ambos lados, y a excepción de algún Ford Falcon,
y de un par de camionetas viejas, todos los coches eran Renault, Renault 12. Las
familias almorzaban alrededor de sus autos sobre mesas plegables, y en algunos
casos sobre el capot cubierto con algún mantel floreado.
Dieron una vuelta casi
entera a la laguna hasta que encontraron un lugar donde poner el auto sin bloquear
el camino. El Gordo Rober estacionó entre un Renault 12 rojo y otro gris,
rodeado de chicos que corrían en calzoncillos junto a una Pelopincho llena de
agua marrón. Todos bajaron en seguida, y en menos de quince minutos estaban
sentados en banquitos plegables mientras Enrique hacía el fuego en una parrilla
improvisada con la rejilla de una heladera.
Después del almuerzo, cientos
de chicos excitados chapoteaban en el agua, y sus padres, tíos, abuelos y madrinas
terminaban de vaciar las últimas botellas de cerveza. Una nube negra cubrió de
pronto el lugar y desató una tormenta que generó el caos y una huida generalizada.
El motor del Renault 12 verde tosía agonizante entre un mar interminable de
latitas, damajuanas, banquitos rotos, cartas de truco y pedazos de carne rodeados
de moscas. El Gordo Rober, furioso, golpeó el volante y dijo: vamos a esperar
que pare.
La tormenta no duró más de
veinte minutos, que bastaron para que todas las familias abandonaran el lugar. Mientras
Rober se internaba en el capot abierto del Renault con el pantalón a media asta,
Enrique bajó del auto y se acercó a la orilla: había vuelto a salir el sol.
Respiró el aire con olor a lluvia y miró el horizonte. Rosenda lo llamo porque
el auto al fin arrancaba. Charly dijo: ya no llueve, ¿Nos quedamos?, y su
madre, agitada, le respondió: ¿Para qué?, ¿No ves que no hay nadie?. Mientras
subía al auto, Enrique agregó: vamos, que esto es la muerte.
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