jueves, 7 de junio de 2012

Erre Doce

Subí el volumen, Gordo, dijo Charly desde el asiento de atrás. El Gordo Rober, que manejaba sin remera y bañado en transpiración, hizo resbalar su brazo derecho entre su costado y el brazo izquierdo de Rosenda y giró la perilla de la radio. Sonido de cumbia en la cabina, y entre los ruidos del motor, podía adivinarse la voz del cantante.

Un Renault 12 verde, estridente, deslucido, uno de esos autos viejos con un solo asiento largo adelante. Rosenda ubicada entre su marido Enrique, y su cuñado que manejaba, llevaba en brazos a su hija más chica, la que estaba por cumplir un año. Atrás, sus otros seis hijos se acomodaban como podían en el poco espacio que les dejaba su tía, la Gorda Marta.

Tardaron unas dos horas en recorrer los cincuenta kilómetros de ruta que llevan hasta la laguna, cincuenta kilómetros de humo negro, sudor y algún pañal sucio. La Gorda Marta y Rosenda hablaron todo el viaje sobre la vida de los participantes de un programa de televisión. Charly, el mayor de los hermanos, viajaba casi aplastado por Marta, y con la única mano que tenía libre marcaba el ritmo de la cumbia.

El camino de tierra que tomaron desde la ruta subía una loma pronunciada que recién en su punto más alto dejaba ver el paisaje completo. La tradición de ir a la laguna en familia llevaba ya unos cuántos años: a la hora de descansar, a Enrique no se le hubiera ocurrido otro destino.

El sol del mediodía reflejado en el ojo de agua caía sobre el parabrisas del Renault, y los grandes descampados que rodeaban la laguna se veían con claridad, cubiertos por cientos de autos. A medida que avanzaban, los sonidos eran más fuertes: asados, partidos de futbol, carritos de helado y bebés que lloraban a la hora del almuerzo.

La calle de tierra que bordeaba la orilla estaba cubierta de autos a ambos lados, y a excepción de algún Ford Falcon, y de un par de camionetas viejas, todos los coches eran Renault, Renault 12. Las familias almorzaban alrededor de sus autos sobre mesas plegables, y en algunos casos sobre el capot cubierto con algún mantel floreado.

Dieron una vuelta casi entera a la laguna hasta que encontraron un lugar donde poner el auto sin bloquear el camino. El Gordo Rober estacionó entre un Renault 12 rojo y otro gris, rodeado de chicos que corrían en calzoncillos junto a una Pelopincho llena de agua marrón. Todos bajaron en seguida, y en menos de quince minutos estaban sentados en banquitos plegables mientras Enrique hacía el fuego en una parrilla improvisada con la rejilla de una heladera.

Después del almuerzo, cientos de chicos excitados chapoteaban en el agua, y sus padres, tíos, abuelos y madrinas terminaban de vaciar las últimas botellas de cerveza. Una nube negra cubrió de pronto el lugar y desató una tormenta que generó el caos y una huida generalizada. El motor del Renault 12 verde tosía agonizante entre un mar interminable de latitas, damajuanas, banquitos rotos, cartas de truco y pedazos de carne rodeados de moscas. El Gordo Rober, furioso, golpeó el volante y dijo: vamos a esperar que pare.

La tormenta no duró más de veinte minutos, que bastaron para que todas las familias abandonaran el lugar. Mientras Rober se internaba en el capot abierto del Renault con el pantalón a media asta, Enrique bajó del auto y se acercó a la orilla: había vuelto a salir el sol. Respiró el aire con olor a lluvia y miró el horizonte. Rosenda lo llamo porque el auto al fin arrancaba. Charly dijo: ya no llueve, ¿Nos quedamos?, y su madre, agitada, le respondió: ¿Para qué?, ¿No ves que no hay nadie?. Mientras subía al auto, Enrique agregó: vamos, que esto es la muerte.

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